- Si quieres que un
alumno deje de fumar, que
imparta una clase convincente sobre los peligros del tabaco a sus
compañeros del curso inferior..
Haber contado mi experiencia de abandono del tabaquismo
severo, pudo suscitar la conclusión : si él ha podido, yo también. Eso espero. La
comparación con los semejantes esuna potente herramienta para generar
autoeficacia.
Su creencia debió
durarle poco. Vendido por la sinceridad, o la imprudencia, narraba yo también cómo mi intento de dieta saludable para bajar peso duró mientras preparaba un
curso sobre conductas saludables.
-¡Por cierto!,
(siguiendo con mis imprudencias) hoy peso ya dos kilos menos que cuando escribí
el tema anterior.
-Uno más que sufre
el desasosegante método de la goma: adelgazar,
engordar, adelgazar de nuevo y engordar después. Se carece de fuerza de
voluntad para mantenerse. La comida es la droga que mas dependencia crea porque no puede alcanzarse la abstinencia plena.
El planteamiento del último tema, sin embargo, sobrepasaba
las anécdotas y preguntaba si los docentes
e investigadores( en psicología) imaginamos una teoría, ponemos los medios para
que esa teoría se cumpla, incluso en las investigaciones, y luego las exponemos
y nos exponemos como ejemplo de su cumplimiento.
-¡Evidente! Tu vuelta
al blog sobre autoeficacia te ha obligado a demostrarte que la autoeficia
funciona.
¿Por qué no reconocer que la idea me desasosegó durante
algunos días? La hipótesis plantea un reproche moral a los docentes, al
menos, de psicología. ¿Enseñan, con
mayor o menor entusiasmo, unos procesos de cambio conductual que no tienen más fundamento que sus
propias ocurrencia?. ¿ Pretenden que sus ocurrencias sean utilizadas por sus
alumnos en su futuras intervenciones
profesionales ?. Si esto es así, cada profesor de psicología está pretendiendo
crear una secta.
No me cuesta imaginar a un filósofo levantándose puntualmente a la siete de la mañana, sacar
de su cajón uno o varios folios en
blanco y decirse a sí miso: hoy y los días
venideros me centraré en el concepto de la libertad humana. ¿Cuándo me siento
libre y cuándo coaccionado? ¿Qué es lo
que me hace sentir libre? ¿Qué siento cuando vivo libremente? ¿Cuándo la gente
que conozco o que me rodea o a la que leo
afirman sentirse libres, medio libres o nada libres?. En definitiva: ¿en qué consiste la libertad?.
Es un ejercicio mental demasiado arduo, en verdad. Pocas cosas intimidan tanto como un taco de papeles en blanco llamando a ser cubiertos de
ideas o propuestas. Pocas tareas tan
difíciles como agrupar
y relacionar experiencias y conocimientos para
convenirse en una conclusión que,
alcanzada, se convertirá en su dogma personal, y dogma "evidente"
para los demás, como dogma evidente ha de ser el canon a seguir por personas e instituciones. Ha
creado una doctrina y, si con facilidad, una secta de seguidores, comenzando
por él mismo.
- ¿Es esta, Eugenio,
tu concepción de la filosofía?
- Pues... No sé si tiene algo de caricatura.
Creo que nada.
Era yo muy joven. Mi primera formación universitaria fue en
filosofía pura (¡qué curiosa la denominación de filosofía pura, ¿verdad?). Cuatro
licenciandos, desconocidos entre sí,
esperan en un claustro, ante a la puerta de una aula, a que lleguen
cuatro profesores (no necesariamente sus profesores). La tensión se desprende
como electricidad estática. Arrastran los pies, miran al cielo o al suelo, no
al infinito porque están entre cuatro paredes. A veces se les ilumina la mirada
porque acaban de recordar la teoría subjetivista de Gentile. En una hora se juegan
la licenciatura perseguida durante tres años. Los esperan no sabes a quién
esperan. De pronto, al doblar de una
esquina, aparecen, conversando desenfadadamente, tres profesores de la
Facultad. Dos te han dado clase, un alivio, a los otros dos los conoces de oídas
e ignoras de qué te puedan examinar.
Es un juego de las cuatro esquinas: cada profesor se
aposenta en la silla que hay detrás de una mesa, justo en las esquinas, cuatro
esquinas. Lejos, para no molestar a los otros examinandos mientras responden.
Es verano, exactamente el 3 de junio de 1962 a las cuatro de la tarde, el sol penetra por las ventanas, las cierran dejando pasar
sólo su resplandor por las rendijas de las contraventanas de madera. La luz, de
repente, se ha convertido en semioscuridad a la que tu pupila se irá
acostumbrando. Cada uno de los examinandos de aquella reválida de toda la
filosofía (como Vicino: De omne res cognita) son llamados, distribuidos y
situados frente a frente, emparejados uno a uno con su primer examinador. Durante quince minutos has
de responder satisfactoriamente a sus
preguntas. Pasado un cuarto de hora, a la voz del profesor con más
autoridad, los alumnos se levantan, y, siguiendo el movimiento de las agujas
del reloj, pasan a la silla de la esquina a su derecha, allí le espera su siguiente examinador. Cada
quince minutos se oirá la voz de cambio. Una puesta primera y tres cambios
sucesivos. En el primer rincón estaba mi
profesor de psicología racional. Me conocía porque le había pedido que me
dirigiera la tesis doctoral. Me conocía demasiado. La primera pregunta en la
frente: sabía que, por mi formación anterior, yo debía defender una postura
sobre la inmortalidad del alma que él no compartía. Yo le respondí lo que él
esperaba oír. Tanto que su siguiente frase fue "tu subito places mihi. El segundo me preguntó sobre las relaciones de
la filosofía con la ciencia, el cuarto sobre teodicea. El tercero era mi
profesor de ética. Pos más señas, era tuerto y sin parche de pirata; era
difícil adivinar de dónde le salía su mirada.
Ya de puestos... Cuando te opones a escribir tienes en mente
el tema y lo argumentos, pero no la forma precisa de exponerlos. La escritura
se convierte en una especie de test de
asociaciones en el que vas analizando cuáles te valen para tu argumentación y
cuáles no. Pretendía yo describir el método deductivo del filósofo para
diferenciarlo del psicólogo científico. Mi descripción del método filosófico se
me imaginó caricaturesca. Pero me dije: ¡qué caricaturesco ni qué cuentos!. Ahí
surgió la idea de probarlo y el recuerdo juvenil de mi examen de reválida
"de toda la filosofía".
Pues ya de puestos... el tercero era mi profesor de ética: De
Lanoise, francés y tuerto. En la Universidad, con motivo de la onomástica de
Santo Tomás, que por entonces era el 7 de marzo, se encargaba a un profesor que
preparara una disputa académica al estilo de las "disputae" medievales. Es
decir, con mayor, menor y conclusión: ad majorem, ad minorem, adqui, ergo.
A mediados de febrero de 1962, al salir de una clase de
Crítica Filosófica, me llama a parte el profesor: Morandini. -Quiero que venga a mi habitación. Aquello
tenía visos de un juicio, pues nunca un profesor llevaba a un alumno a su
habitación particular. Desde el claustro de entrada, donde estaba el aula de
Crítica, hasta el tercer piso, donde tenía su despacho mi buen "padre" Morandini, fuimos
hablando de cosas triviales. Llegados a su habitación me manda sentar en la
silla colocada frente a la suya, con su
mesa de estudio marcando la distancia.
Se puso serio y me dijo: "El Rector me ha ordenado que prepare la
disputa medieval del día de Santo Tomás".
Me temí lo peor: que yo fuera uno de los actuantes. Y mis temores se
cumplieron al instante. Tenía que ser uno de los tres objetores a la tesis de
otro alumno, del que no me dijo su nombre.
"La tesis que se va a defender es la imposibilidad de la existencia
de imágenes sin ideas", la tesis tomista. De repente me vi en el aula magna, un anfiteatro de mármol
blanco y bancada de nogal, repleto de
profesores y alumnos (más de dscientos) concentrando sus miradas en mí. ¿Lo
imagináis?. Confieso que sentí pánico. -"No, de ninguna manera, Profesor,
no me siento capacitado para eso"- Pero yo le he elegido porque creo que
es de los alumnos más capaces que tengo y unas cuantas alabanzas más que ahora
no recuerdo. - No, profesor, volví a
responder. El que sí y yo que no. Al final terció y me dijo: "Piénselo
durante esta semana y en la próxima volvemos a hablar".
Salí de su habitación muy perturbado. No me podía estar
pasando aquello. Los pisos donde estaban los despachos de los profesores
eran corredores largos que circundaaban
todo el cuadrángulo de lo que era el edificio central de la universidad. A un
lado y al otro las puertas de los despachos Eran
largos y, en aquel momento, me pareció interminable la casi cuarta parte de uno de ellos que habría de recorrer hasta
llegar a la escalera principal. Despacio, muy despacio caminaba yo, que nunca
subía las escaleras de una en una. "Soy un cobarde"; "qué me va
a pasar a partir de ahora", "cómo me he atrevido a decirle que
no". ¿ideas sin imágenes?... Al fondo del pasillo largo, muy largo, más
allá de la escalera principal, habían un aula pequeña donde se impartían seminarios especiales. No sé por qué no me
atreví a bajar las escaleras. Me refugié, me escondí en aquel pequeño rectángulo. Estaba solo y lo recuerdo
todo oscuro. Cerré los ojos y me quedé pensando: ¿ideas sin imágenes?... Como si hubiera tenido una iluminación, comencé
a argumentarme y contra argumentarme, basándome en los conceptos morales que
difícilmente tienen una representación icónica.
Pensaba en la doctrina tomista y las que la contradecía, oía mentalmente
la respuesta a mi argumentación, que yo volvía a argumentar; de nuevo una
respuesta ortodoxa y de nuevo mi
contrarréplica. Así hasta cinco turnos de ad majorem, y de ergos. Abrí la
puerta del seminario, no bajé las escaleras sino que, en segundos, volví a
repicar en la puertas del despacho de mi profesor Morandini. -¡Sí, acepto! La
cara se le mudó, no podía haber cambiado de parecer en tan poco tiempo. - ¿Y
cuáles son sus argumentos?. Trabucándome,
porque las palabras no se acompasaban con mis ideas, le espeté el rosario de atquis y ergos.
Mi argumentación era exactamente contraría a la defendida
por mi profesor de ética, francés y
tuerto. No es el momento de
narrar el desarrollo del solemnísimo acto académico. Solo diré que al terminar
se me acerca Morandini y, además de felicitarme, me pregunta si había visto la
cara que ponía De Lanoise. ¡Cómo para ver caras estaba yo!. Aunque , en verdad,
la dificultad la encuentro en preparar
la argumentación, son los momentos de duro trabajo mental. Realizado el
esquema, la exposición suelo disfrutarla mucho. Aquella no fue una excepción. -
Le ha hecho pensar con sus argumentos, me dice Morandini.
Y el tercero era mi
tuerto, profundo y claro profesor
de ética, De Lanoise. Aunque haya
parecido lo contrario, yo le tenía mucho respeto. Mis compañeros también. Me identificó,
ya lo creo. Y también, como mi profesor de Psicología Racional, me pregunta por
lo que yo había defendido en el solemne acto en el que él, a decir de Morndini,
había cerrados sus ojos, (porque el tuerto también se cierra cuando los tuertos cierran los ojos).
Naturalmente le contesté lo que él quería oír: su doctrina. Insistió con varias preguntas paralelas a mis
argumentaciones en el día de Santo Tomás. Yo defendí siempre los argumentos de
la ponencia.
Este relato, que aduzco como prueba, no debe terminar
suponiendo que yo salía aliviado después de haber pasado por las preguntas que
se me hicieron en las cuatro esquinas.
Sí, salía relajado porque había contestado a todo y, por fin, la hora
fatídica, una hora entera fatídica, había terminado y con ella aquellos mis
primeros estudios universitarios. Al
salir por la puerta y cegarme la luz que entraba por las ventanas del claustro
me percaté de la silueta a contraluz de Morandini. Me sorprendí, pues no era habitual. Me
buscaba solamente a mí. A mis tres compañeros de horario no les esperaba nadie.
-Le ha tocado el
Profesor De la Noise.-Sí -¿Qué le ha preguntado?.- Sobre la representación
imaginada de las ideas - ¿Usted, qué le ha contestado? - Lo que expone en sus
escritos.- ¿No defendió Ud. sus ideas?. - No -¡Sólo por esto merece Ud. una
matrícula de honor. O bueno, ya que todo se decía en latín, "Summa cum
Laude".
Era media tarde, una tarde calurosa, con un azul tan
encendido que brillaba como blanco. -¿Tiene algo que hacer?, me preguntó. -No, le respondí. El jesuita me llevó a su habitación, yo a
un lado de la mesa y él en frente. -¿Fuma?- Algo.-No debemos hacerlo, me contesta. Abra el cajón que la mesa que tiene de su lado. Lo abrí y allí tenía unas cuantas cajetillas
de tabaco. Charlamos sobre mi futuro y
me contó algunas cosas de su vida. No
volví a verlo.
Pues parece que mi visión de la metodología filosófica no
era caricaturesca: había que elegir entre la doctrina de la ponencia o el
suspenso.
Sinceramente, cuando me imaginé al filósofo levantándose a
las seis de la mañana y escribir sistemáticamente todos los días, tenía en la
imaginación la idea de otro personaje,
que a esas horas creaba su propia teoría pseudopsicoanalítica y que tres o cuatro horas después imponía como
dogma a sus discípulos descalificando sin pudor, incluso con nombres, a otros
colegas que hacían una psicología experimental.
No tengo preocupación moral alguna porque mi docencia
ayudara a mis comportamientos o que
aumentará mi autoeficacia para modificar mis conductas. No se trata de
ninguna postura visionaria sin fundamento científico. La teoría cognitivo
social ha tenido siempre un compromiso
con la experimentación, por algo nace de dos años de formación en los cursos de
doctorado de Spence. Por eso pude escribir en su día el artículo: Bandura, Voluntad científica. Nada debe llevarse a la práctica si
previamente a) no se ha demostrado que
funciona, b) cuál es el componente , de todos los que suelen utilizarse en una
intervención, que más aporta a esa
intervención exitosa; c) cuál es el proceso psicológico que la explica. Estos
fueron los tres principios programáticos que llevaron a descubrir la autoeficacia como proceso psicológico de toda terapia en contra de
otros métodos más populares y difundidos que se mueven por tentativas.
Esto se ha alargado demasiado, y yo me he apartado de mi
idea original: también la disonancia cognitiva es eficaz en la medida en que
genera autoeficacia. Es un modo de persuadirse uno a sí mismo de que es capaz
de dejar de fumar o permanecer fiel a una dieta saludable. Me emplazo a exponer
esta nueva hipótesis de trabajo en el mes de octubre. Mientras tanto seguiré con mi dieta equilibrada para bajar
peso. Hace dos días, comprándome una chaqueta de invierno me llamaron gordo.- Te espero para dentro de dos meses, me dije
para mis adentros.