No era la
primera vez que me proponía dejar de fumar. Creo que la tercera. El penúltimo
intento había durado cerca de un año. Más de los seis meses que, según los
especialistas en tabaquismo, dura el estadio de la acción. Según Prochaska y DiClemente me había
instalado ya largamente en el de
mantenimiento.
Mientras
esperábamos las interminables tres horas que los opositores, encerrados en la
Biblioteca que el Consejo de Investigaciones tenía en la Calle del Jesús,
emplearían en los ejercicios prácticos
de la oposición para la docencia universitaria, sus acompañantes nos
reunimos en un bar cercano. Nada más iniciar la aburrida e interminable espera,
alguien sacó un paquete de tabaco y
ofreció a los demás. "Llevo
un año sin fumar", le respondí.
La mano quedó tendida, la solapa de la cajetilla abierta, las boquillas
marrones apuntándome. Sólo había que
introducir la mano y coger un único pitillo. La
introduje. Aquella misma tarde consumí otros cuentos más. Mi hábito de fumar se restableció. A los pocos días, ya me fumaba tres
cajetillas diarias.
A finales
de 1977 me llegó un regalo inesperado. Bandura acababa de enviarme un
artículo publicado en otoño de 1976: Self-reinforcement: theoretical and
methodological consideration. (Bandura, 1976). Hablaba de modificación de
la conducta mediante los refuerzos que uno se aplica a sí mismo. Se trataba de
conductismo, porque la conducta se explicaba por los refuerzos o
gratificaciones seguidas a su ejecución. Aunque
había propuestas novedosas para mí. Hablar de conductismo generalmente
era hablar de experimentos con animales cuyos resultados se transportaban a la
persona. Algo esencial para el
conductismo era, por ejemplo, el tiempo (corto en desmesura) que debía
transcurrir entre la ejecución y la
gratificación o el castigo. En el escrito de Bandura entendí que la
asociación entre conducta y gratificación estaba en la mente, que elige qué
conducta gratificar o castigar aunque hayan pasado incluso días. También
aprendí que los refuerzos no son universales, sino personales. No todos se mueven por comida o
dinero, sino que cada cual tiene sus preferencias.
Como
ejemplo proponía el hábito de fumar.
Quise probar si los refuerzos personales me ayudarían esta vez. Elegí el
momento: el día siguiente; elegí la gratificación: lo que me gastaba
diariamente en tabaco (36 pesetas); también el momento y lugar donde
depositarlo: al acostarme, introduciendo
las monedas en un vaso de plata que Torrente Ballester había regalado a mi hija
pequeña por su nacimiento; elegí un destino para ese dinero: un regalo para la
persona que más quería. Dejé la
cajetilla de Mencey, que tenía empezada, sobre la mesa del salón. A su lado, un
mechero de plata, regalo de la época de
noviazgo, que aún sigo echando de menos.
Era el 12
de febrero de 1978. Al acostarme deposité las
primeras monedas en el vaso. La plata me sonó distinta que otras veces.
Al día siguiente también las deposité. Y
al otro, y al otro. Cada depósito me producía orgullo personal que me
animaba a esperar el sonido la noche siguiente. Las monedas dejaron de sonar cuando, a
finales de marzo, nos trasladamos, por primera vez, a la Universidad de
Stanford para un cuatrimestre. Allí no
había vaso de plata ni pesetas. Tampoco hubo
más pitillos en mi vida. Hasta hoy.
¿Qué fue
lo que produjo en mí el cambio definitivo en el hábito del tabaquismo? ¿Estaba
más motivado que otras veces? ¿Quería demostrarme que la Psicología que
enseñaba era eficaz? Acaso, ¿el simple hecho de monitorizar mi conducta? ¿O el
haberme propuesto metas de abstención absoluta en lugar de moderar mi consumo
de tabaco? Más sencillamente, ¿había cambiado mi idea de que una adicción se
puede modificar?
Con estas
palabras iniciaba yo, hace año y medio, mi última intervención en un máster
sobre comportamientos saludables en la Universidad de Sevilla. Mientras lo preparaba, para demostrarles la
potencia de la autoeficacia, me propuse adelgazar tres kilos que me sobraban. También
lo conseguí. Conclusión: si yo lo
había conseguido ¿por qué otros lo lograrían?.
Pero hoy, dos
años y medio después mi peso sobrepasa al que se mostraba en la primera fecha de
la gráfica de hace año y medio. ¿Es que me siento menos
eficaz ahora que antes? ¿Es que, como dice el refrán, una cosa es predicar y
otra dar trigo?
Un médico de
salud primaria me espetó esta pregunta cuando realizábamos un trabajo sobre la
prevención del tabaquismo en las escuelas:
- ¿Qué harías tú para que un chaval de 12 años
no se inicie en el tabaquismo?
- Que imparta una clase convincente sobre los peligros del
tabaco a sus compañeros del curso inferior.
El tema me
parece lo sufrientemente interesante como para retomarlo en el próximo mes.
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