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martes, 1 de mayo de 2012

AUTOENCARGO



Fue durante mi primera visita a la ciudad de Viena, luego vinieron algunas más. Verano de 1963. Lo recuerdo porque aproveché mis vacaciones universitarias para aprender alemán en el Göthe Institut de Passau.  En la clase de Freulein Meyer coincidimos estudiantes de media Europa y norte de África.  Cuatro hablábamos español.  Aunque estaba severamente prohibido utilizar la lengua materna, terminamos siendo amigos.   Ya no puedo recordar sus nombres porque el contacto personal se quedó casi en Passau. Probablemente fue aprovechando la fiesta del 15 de agosto cuando nos organizamos para visitar la capital de Austria.  Dos de ellos eran claretianos y el tercero hijo de un embajador francés en España. El francés puso el coche, una “cuatro latas”.
Passau está en la misma frontera con Austria. De hecho, el lugar donde yo vivía hacia “raya”. Por las tardes, cuando salía a pasear repasando las conjugaciones de los verbos irregulares o reteniendo el “caprichoso” género gramatical de los sustantivos alemanes, solía caminar por senderos que traspasaban la frontera. La distancia, pues, entre Passau y Viena era corta.
Los compañeros claretianos nos invitaron a comer un día en su residencia clerical. El Superior era El Pater García, español, que había escrito, con aceptación, algunos libros de materia religiosa. Era una autoridad en la comunidad católica de Viena.
Durante la comida hablamos de la división de Europa en dos bloques tras la Segunda Guerra Mundial.
-          Si queréis experimentar lo que ha supuesto la ruptura de Europa tenéis que ir a…  (nos dio el nombre de un lugar fronterizo que tampoco recuerdo). Tenéis que visitar su estación de tren y caminar por sus vías hacia la frontera con Hungría.
Por supuesto que aquello no estaba en nuestros planes turísticos, sino las iglesias del barroco austríaco, los repetidos, monótonos palacios, coronados todos con las mismas estatuas victoriosas, y los museos de la capital austriaca.
Insistió tanto que rompimos nuestros planes y visitamos aquel lugar fronterizo. No recuerdo si había poblado o gente. En mi memoria no hay gente en los alrededores.  Buscamos la estación de tren, nos costó encontrarla y más llegar, porque los caminos habían desaparecido abrazados por la maleza. En un punto tuvimos que bajarnos de coche, no podía adentrarse más.  Caminamos pisando sobre los traviesas que descubríamos al andar. Llegamos al edificio de la estación. Muros descascarillados y tiznados por las huellas de la humedad, techumbre vencida y abatida, hierbajos y maraña por doquier.  Un vagón abandonado se descomponía pardusco en una vía secundaria. Dejamos atrás la estación porque nos había aconsejado transitar por las vías hasta donde pudiéramos. ¡Hasta donde se nos permitió! Pareciera que al compás de nuestras pisadas creciera la maraña vegetal adueñada de raíles, travesaños y grava. Finalmente apareció la prohibición: un poste de madera de dos metros de altura en el que estaba clavado un cartel de fondo blanco y letras negras: ¡Atención! ¡Peligro! Zona fronteriza. A unos treinta metros se veía una alambrada. Era el telón de acero. Estaba prohibido avanzar. Era peligroso acercarse más. Habíamos llegado al fin de la Europa occidental.
No es infrecuente vivir experiencias semejantes en la vida personal o profesional.  Durante años se ha avanzado sombre ruedas por una vía cuyo rastro se pierde donde el horizonte separa cielo y tierra. No se le ve el fin y se siente que, cuando se alcance el actual, aparecerá, hacia adelante, una nueva infinitud hacia la que sigue conduciendo, sobre ruedas, la vía por la que se avanzaba. El fin de un proyecto es el inicio del siguiente. Hay encargos, hay proyectos, hay tarea.
Pero un día, como en la discontinuidad de Zimbardo, habiendo entregado un encargo, finaliza con él la vía por la que se rodaba, el horizonte se convierte en precipicio: Achtung. Lebensgefahr! Y ahora ¿qué camino he de seguir?
Es difícil emprender una tarea cuando se carece de encargo, sin destinatario al que entregarle el resultado. Deduzco la depresión de los parados que inician cursos cuya funcionalidad ignoran. Entiendo el lento decaimiento de los que se jubilan sin saber qué quieren ser de mayores. Comprendo la desesperación de los artistas a los que no les suena ya el teléfono.
No es que, en cada uno de los casos, se juzguen incapaces (autoeficaces) para realizar encargos. Es que los encargos no llegan. Es necesaria una nueva autoeficacia: la autoeficacia para auto (en)cargarse.
A lo largo de los últimos cuatro meses he tenido un encargo para la clase de Fotografía III. Elegí mi tema: MÚSICOS EN LA CALLE. TRAYING TO LIVE. Un anticipo del mismo puede verse en la biblioteca Blurb, donde saldrá publicado. Cada viernes, durante varias horas, he conversado con gente que había llegado al final del horizonte. Gente sin encargos. Pero se sintieron autoeficaces para recuperar sus profesiones, sus hobbies, sus carreras medio terminadas y apostarse con su instrumento musical, o simplemente con su voz, en lugares frecuentados de la ciudad y encargarse de buscar su propia subsistencia y la de los suyos.
Cuando vuelvo sobre mis recuerdos de aquella tarde del mes de agosto de 1963, en la que sentí cómo se podía quebrar el horizonte, experimento lo que los psicólogos sociales investigaron bajo el título de reactancia psicológica. Siento necesidad de subirme a la locomotora, cargar de carbón la caldera, dar dos “sirenazos” de aviso de partida y tirar hacia adelante arrasando el “telón de acero” y todos los arbustos nacidos entre la escoria cubierta de líquenes.
De nada sirve tirar para adelante sin tener una meta a donde llegar. Pero de nada sirven las metas si al final no hay alguien a quien entregarle el encargo. Acaso es que, en determinados momentos, el destinatario no deba ser otro que uno mismo: El autoencargo.