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domingo, 7 de julio de 2019

Bandura: Años de formacion. Su infancia


No es infrecuente que cuando has elegido un camino, por razones diversas, lo abandones y tomes otras rutas. Esto me ha pasado con un intento de libro sobre la obra de Bandura, a la que le dediqué un tiempo. Escribí algunas páginas, que ahora me atrevo a ir colocando en este blog, como si fuera un libro por entregas. 
Leí ayer lo que de él se pone en Wikipedia, y me pareció que lo que en su día investigué ayudará a completar y comprender su obra. 

AÑOS DE FORMACIÓN



Apuntes sobre su vida.



 La Infancia.



No es la intención de este libro detenerse en la vida de Albert Bandura, aunque se muestren algunos de sus momentos, para ponerle cara a la teoría.  La lectura de los pocos escritos o pasajes que se refieren a su vida, en especial a los años de su infancia hasta su partida la Universidad de la Universidad British Columbia en Vancouver, son relativamente escasos y en poco completan los datos que él mismo aporta en su autobiografía. (Bandura, 2006; Foster, 2006; Pajares, 2004, Zimmerman y Schunk, 2003, Evans, 1976, 1989)

Bandura nace en Mundare, pequeña aldea situada en el centro de la Provincia de Alberta, Canadá. En julio de 2007 ha celebrado el centenario de su fundación. Los padres de Albert, como indica en su  breve autobiografía (Bandura, 2006), pertenecieron a la generación que construyó este poblado y a las primeras que fundaron la nación canadiense. A comienzos del siglo XX, Mundare  era una pequeña aldea, situada en medio de grandes extensiones de campo, poblada por unos cuantos inmigrantes principalmente ucranianos, (el apellido Bandura coincide con el nombre de instrumento de cuerda ucraniano). Su padre llegó a Canadá, con apenas 17 años, desde Polonia; su madre lo hizo, también en su primera juventud, desde Ucrania. No eran aquellos buenos tiempos para los ucranianos canadienses (1914-1920), pues fueron declarados “enemigos”, y más de 8.000 concentrados en los primeros campos de concentración de la historia canadienses, por juzgarles aliados de Austria durante la primera guerra mundial. Su padre trabajó en la construcción del ferrocarril Trans-Canadá, que atraviesa la nación desde el  Océano pacífico al  Atlántico, obra civil que confirió identidad a una extensión tan vasta y diversa como es Canadá. Su madre trabajaba en un comercio del poblado. Cuando reunieron una pequeña cantidad de dinero, compraron terrenos donde edificaron su vivienda y una granja, no sin antes haberlos limpiado, con sus manos, de cantos y maleza. Su padre compaginaba su trabajo de granjero con el de supervisor de las carreteras que se estaban construyendo en los alrededores. Su madre era una gran cocinera, su padre tenía un carácter jovial, tocaba el violín. Ambos eran profundamente religiosos: a Bandura le gusta decir que su madre era profundamente religiosa y que su padre bebía el vino de misa con el sacerdote (Foster, 2006, p.74)

En un determinado momento vendieron parte de sus tierras y se compraron una casa en el centro de la aldea. También se compraron un carro con el que trasportaban las mercancías desde la estación del ferrocarril a los distintos comercios de la zona. En el pueblo había un gran molino a donde acudían los granjeros a moler el grano y, entre  tanto, pasaban en rato en la cantina. En la casa de sus padres, una especie de posada, aquellos granjeros podían dormir y guarecer sus caballerías del frío. Parece que la gente del pueblo era de religión católica, de hecho existe hoy  Mundare un museo de los frailes Basilios. Los días de fiestas coincidían con las de los santos y festividades religiosas. Para sus celebraciones construían sus propios alambiques y elaboraban sus propios licores hurtando la vigilancia de la  temida policía montada canadiense. Las cosas les iban bastante bien, tanto que su padre compró uno de los primeros Ford, modelo T.

No todo fueron fiestas y prosperidad, Bandura traza algunas pinceladas negras en la vida de sus padres. Un año tuvieron que desmantelar la capa baja del tejado de la granja para dar de comer al ganado. En la peste del 18 perdieron una hija y su madre ayudó, de casa en casa, a los que estaban enfermos. La depresión económica también les afectó, tanto que tuvieron que ver, con pena, como otros cultivaban  propiedades que ellos habían fecundado.

Albert era el menor de seis hermanos, las cinco mayores eran hermanas. Sus padres, que no habían ido a la escuela, se preocuparon tanto por la formación personal como, sobre todo, por la de sus hijos  Una de las razones para compaginar la granja con la pequeña empresa de transporte fue la de estar cerca de la escuela. Su padre leía tres lenguas, polaco, ruso y alemán, y formó parte de la comisión educativa del distrito. Pero las facilidades educativas eran pocas en aquella aldea. Durante los años de bachillerato tenían dos profesores para impartir todas las disciplinas. Aquellos profesores carecían de casi todos los recursos para estar al día de los avances de los conocimientos.  Un día descubrieron el libro donde estaban resueltos los problemas de trigonometría, lo que provocó un  frenazo en la enseñanza de las matemáticas y  un estado de ansiedad en el profesor que tuvo que negociar con sus alumnos los deberes para que regresaran a sus clases. Aquellos alumnos tuvieron que aprender por sí mismos, fueron autodidactas. Esto no fue impedimento para que el 60% de ellos llegaran a estudiar en diversas universidades del mundo. Los contenidos de las materias son perecederos, lo que es inmutable es el saber aprender, apostilla Bandura cuando narra esta anécdota. Durante las vacaciones ayudaba a su padre en los quehaceres de la granja.

Sus padres se preocuparon porque saliera de la aldea y conociera otros mundos, aprovechando los recesos escolares del verano. Eso sí, trabajando. En uno de aquellos veranos estuvo en una fábrica de mubles en la capital de la provincia,  Edmonton, donde aprendió el oficio de carpintero. Habilidad que le ayudaría para pagarse sus estudios universitarios. Terminado el bachillerato, pasó las vacaciones estivales en Yukon, la provincia más occidental de  Canadá, la que conocemos por los buscadores de minas de oro a finales del siglo XIX y principios del XX, con una brigada que se dedicaba a conservar la autopista que conducía a Alaska. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos entiende que la vía hacia Alaska  ya no era estratégica. El 1 de abril de 1946 se hace la ceremonia de entrega al ejército canadiense, quien se encarga de su conservación a partir del 3 del mismo mes. Aquel día hacía 0 grados centígrados.  El estado de la carretera era  tan deplorable que todavía en 1969 un turista graba en un árbol: Autopista de Alaska. La peor carretera que he transitado. He recorrido 1 milla hacia delante y  dos arriba y abajo. Canadá recibe 17 campamentos  de mantenimiento, construidos por el ejército americano para durar entre 5 y  10 años solamente.  Cerrada prácticamente al turismo, apenas era transitada: en un mes de 1949 transitaban, por término medio, solamente 1232 vehículos (entre camiones, automóviles y autobuses) (www.aslaskahighwayarcives.ca).

Las cuadrillas que habitaban los campamentos estaban compuestas, según Bandura, por militares desterrados, maridos rabiosos a quienes sus mujeres demandaban la manutención, delincuentes en libertad condicional, acreedores… Se pasaban la mayor parte del día jugando a las cartas. Su alimento era, casi exclusivamente, el alcohol, que ellos mismos fermentaban una vez al mes, extrayendo el  vodka de una   masa de patatas y azúcar.  Cuenta como la noche anterior a destilar una de las masas fermentadas,  unos osos grises se la comieron. Al acercarse al alambique se encontraron unos cuantos osos grises que caminaban dando tumbos por el campamento, que les habían arruinado el vodka de aquel mes. Bandura finaliza la narración de su experiencia en Yukon afirmando: por fortuna  estaban demasiado descoordinados para hacer mucho daño (2006, p 3.)
Cuando finaliza la narración de sus experiencias familiares, escolares y laborales de estos años  (2006,b) declara que allí se vivía el construccionismo: los habitantes de Mundare que levantaban un poblado y transformaban en  productivas tierras inhóspitas, los alumnos de la única escuela carente de recursos materiales y personales, y, también, los mantenedores de la autovía hacia Alaska a su paso por Canadá tuvieron que acomodarse a las circunstancias o construirlas para subsistir, divertirse y  poner los fundamentos de un futuro mejor. El otro construccionismo está en los libros. Su teoría posterior, reconoce en portada, echa raíces en estas experiencias tempranas

martes, 5 de febrero de 2019



PASAR O CRECER. ORQUIDEA BLANCA



Recuerdo los antiguos relojes de pared con su péndulo de metal  dorado, escoltado por dos péndulas uniformadas, guardaespaldas de metal y arena. El péndulo se balancea y arrulla al monótono  tic tac de la rueda catalina brincando a ritmo sobre cada uno de sus dientes acerados.

En la parte superior, la caja relicario que ampara la esfera blanca. Sobre la tersura de la esfera destacan, a su alrededor y equidistantes, números romanos y  rayas negras; la dividen en porciones variables  los radios de dos agujas negras.


En el reloj  de pared todo se coordina al ritmo de un compás de dos por dos. Al moverse el péndulo, el ancla libera uno de los dientes de la rueda catalina al tiempo  que impide el paso a su gemelo del lado opuesto. Este liberar y retener emite el peculiar tic tac, repetitivo, invariable, que define al reloj de péndulo. Como si ese traqueteo fuera la batuta de quien marca el compás, las agujas de la esfera juegan a la  rayuela brincando de marca en marca y de número en número.

En el reloj de pared, como en todos los relojes, los movimientos de agujas o números son los propios de un autómata, lo que es en realidad.


Al observar el minutero moverse  veloz sobre su eje, pudiera esperarse que tuviera un final, una meta donde parar. Acaso el punto que marca las doce ahí, recto, perpendicular. Al fin de cuentas, ahí acaba su vuelta completa a la esfera. Ahí comienza cuando lo ajustamos, ahí debería finalizar su rotación.
¿Qué razón existe para repetir el mismo movimiento una y mil veces sin mostrar novedad o cambio significativo? Pero no, para el reloj las doce no tiene significado especial alguno, no es su meta, si no un segundo, un minuto o una hora igual que lo son la dos o las once. Tras las doce vuelve la una, luego las dos, las tres; da igual que sea de día o de noche o que se sucedan las estaciones o los años.


El reloj padece un trastorno obsesivo compulsivo. Cuando cree haber superado su  obsesión al dejar atrás una raya o un número de la esfera, estos vuelven recurrentes al compás del tic tac que arrulla su cuna de madera. Es como el tormento chino de la gota de agua que bota regularmente sobre la cabeza hasta destruir el temple más resistente.


Los movimientos, las señales, los sonidos del reloj de pared solo miden el pasar del tiempo sin apercibirse de lo que sucede al su alrededor. Internamente, sólo envejecen siguiendo la ley de la entropía.



En el ser vivo, por el contrario, el paso del tiempo causa modificaciones internas, intrínsecas. Crecen y envejecen con el tiempo. En el ser humano, el tiempo y las circunstancias  modifican no sólo su apariencia física, sino también la misma personalidad. No se es introvertido o extrovertido siempre y en todo lugar.


La personalidad no es  la ” Forma” de la que hablaba Aristóteles. La que da sentido o significado a una pieza informe de mármol convirtiéndola en Venus o Lacoonte.


Se es  introvertido con unas personas y no con otras, en el comedor sí y  en la sala de estar no, como demostrara hace mucho tiempo Newcomb al estudiarla en las residencias universitarias.

Una palabra de un respetado entrenador, por ejemplo, puede empujar o arruinar las expectativas vitales del aspirante a campeón de tenis. Pueden generarle confianza en sí mismo, la percepción de que su esfuerzo tendrá resultados, o el abandono de la ilusión. El primero creerá en sí mismo y conseguirá sus metas. El segundo trancará ese camino a la esperanza.  Unas palabras creíbles, sólo unas palabras creíbles pueden convertirse en la podadera que amputa ramas, cierra caminos, desvanece esperanzas o permitir, incluso a la que parece más enclenque, crecer y florecer, esforzarse y alcanzar éxitos.


Esta orquídea blanca, mi orquídea blanca ha vuelto a florecer. No lo hizo durante cinco años, después de recibirla como regalo subrogado. Llegué a desesperar y visitó más de una vez el cubo de la basura. Pero cada una de esas veces me arrepentí. Una voz en la que confíe me aseveró: si está viva florecerá. Fue el hacha leñadora que deja viva a la rama más enclenque.


Esta orquídea blanca, mi orquídea blanca, es la cuarta vez que  me florece. En estos nueve años, ha crecido, la he trasplantado, ha echado hojas nuevas, anchas y brillantes, se ha arropado de raíces largas cual melena de rastas.


Mi orquídea blanca ha vuelto a florecer, pero sus flores blancas y sus dientes  de dragón amarillos no son el retorno obsesivo del segundero del reloj. No son las mismas flores, son otras,  nuevas, más  maduras, nacidas de brotes nuevos. Mientras los movimientos automáticos son pura repetición, mero pasar, los  momentos de los seres vivos, la mayoría de los seres vivos, arropan crecimiento y madurez.


La mayoría de los seres vivos, incluidas las personas, crecen en espirales ascendentes. Lo que no impide que algunas sean  como relojes de pared por las que pasa el tiempo sin que muden . Pasan, pero no crecen. Porque no es lo mismo pasar  que crecer, ambos necesiten tiempo.


Quien repase mis fotos, por ejemplo en tema último de este blog,  puede pensar erróneamente que esta orquídea blanca es copia de la del año pasado. Pero no es así. Ha nacido y crecido con el paso del tiempo. Doy fe de ello y esta foto es la evidencia.

viernes, 16 de junio de 2017

MACHORRA

De esto debe hacer ya cinco años. Alguien regaló a mi hija pequeña una orquídea blanca. Ella no podía cuidarla y, en una visita a su casa, me indicó si quería quedármela. Acepté la oferta.
A lo largo de mi vida he plantado y cuidado árboles y flores. Bastantes, por cierto. Nunca una orquídea. Para saber de qué me había encargado, busqué información y la estudié. Me enteré de que hay asociaciones y grupos que comparten sus experiencias "orquiáceas". También hay abonos para que florezcan mejor: lo compré y lo utilicé.

No había pasado una semana y sus flores, casi al unísono, palidecieron y se desprendieron del tallo. Para que vuelva a florecer mejor: ¿corto el tallo por arriba, por abajo o lo dejo sin podar?. Una lectura me convenció de que, si lo cortaba por abajo, el nuevo tallo sería más fuerte y florecería más abundantemente. Seguí regando mi orquídea blanca, más o menos, una vez por semana; según me lo indicaba la humedad de sus raíces. Antes de acostarme la repasaba por ver si, por alguna parte, apuntaba un brote nuevo. Sólo me mostró nuevas hojas y nuevas raíces: crecía en frondosidad y en arraigos.
Pasaron los mese y los años. Cada vez que aparecía un nuevo atisbo de  crecimiento resurgía la esperanza de que fuera la deseada flor. Pero no, era una nueva raíz. Tantas que he aprendido a reconocerlas cuando apuntan como cabeza de lombriz verde y morada.
-¡Tírala a la basura!. ¡No volverá a florecer! ¡Es "machorra"! ¡Es egoísta!:  sólo se cuida a sí misma!.
Estaba dispuesto a eliminarla. La tuve en la mano camino del cubo de basura, pero no ejecuté la acción. En el fondo no quería darme por vencido. Es duro reconocer la incapacidad, la auto-ineficacia.
Cansado, bueno, más que cansado, apático, decidí acudir a una floristería que había visto promocionarse como especialista en orquídeas.
-¿Está verde?.  
- Sí, y echa hojas nuevas y muchas, infinidad de raíces, pero nada más.
Aquella mujer entrada en años, con voz profunda, aterciopelada, como el vino de gran reserva,  me aseguró, convincente, mirándome a los ojos
- Florecerá.
 La creí.
Para no recibir más reproches y no enfadarla (dicen que a las plantas hay que mimarlas y hablarles cariñosamente), la trasplanté a un recipiente mayor y me la llevé a mi estudio. Cada mañana, mientras el ordenador cargaba los archivos del sistema, sin desfallecer, la repasaba esperanzado. Pero, ¡nada!
Cansado de tanta espera, me compré otra orquídea fucsia, con cuatro varas florecidas. La coloqué en el lugar que ocupó la blanca. La orquídea fucsia terminó su floración en uno de sus tallos, los corte por la yema superior y brotó uno nuevo. Además echó un quinto tallo que también ha explotado. Cuando creía finalizada su floración, me regala dos más.  A día de hoy puedo testificar que lleva florecida más de  dieciséis meses. Eso sí: ni una hoja o raíz nueva. Es generosa.
El pasado septiembre, en una de mis inspecciones rutinarias, noté en mi orquídea blanca un bulto blanquecino en la conjunción de una de sus hojas con el tronco, era más romo y más brillante que el brotar de las raíces. Sí, lo confieso, me dio un pálpito de alegría. Me guardé el secreto, dado que muchas veces había anunciado en vano su nueva floración. A la mañana siguiente, como si quisiera sorprenderme en mi reconocimiento, esta vez, nada rutinario,  me mostraba una yema nueva. Esperé aún dos o tres días. Ya estaba seguro.
-La Orquídea blanca  va a florecer.
A mediados de diciembre apareció la primera flor. Volvió a ocupar su primer lugar desplazando a las advenediza. Fueron abriéndose, uno tras otro, cada uno de los botones. En marzo está tomada la imagen que presento.  Merecía la pena: una panorámica de 11 tomas.
Si no hubiera tenido la paciencia, si la hubiera arrojado a la basura, si no hubiera creído a la experta, me hubiera privado de la alegría, la satisfacción y el orgullo de ver florecer a mi "Machorra".
- ¡Qué tentación!. Porque es un ejemplo de confiar en uno mismo.
Pero no, la moraleja de la fuerza de la autoeficacia la sacas tú.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

CINCO MIL EUROS PARA ENTERRARME


 

Después de tanto tiempo desaparecido, retorno  a este blog. En mis pensamientos, incluso intenciones, estaba presente.  Con seguridad, muy presente. De la contemplación de volver a escribir avanzaba hacia la intención, (según la teoría de los estadios de la acción), no terminaba, en cambio, de decidir el momento y el modo. Pero he experimentado lo que Marllatt denominó AVE: abstinence violation effect. Me siento incómodo por no escribir.

La fotografía, que  comenzó siendo un entretenimiento,  absorbe mis momentos de escritorio y me empuja hacia aventuras. Cada noche  me queda tarea para la siguiente madrugada. Y, en ella, no están los temas del blog.

Últimamente me estoy encontrando con varios  fotógrafos que, mediante sus cursos online, me recuerdan lo que tantas veces  leí, investigué, escribí y enseñé, dentro de la teoría cognitivo social: no desanimarse ante el fracaso, seguir y buscar nuevas salidas. Persistencia, persistencia, corrección, corrección; no dejar de disparar y editar ninguno de los día. Nunca conformarse con un resultado mediocre, y, si es bueno, siempre puede mejorarse.

David duChemin, fotógrafo norteamericano influenciado por el impresionismo pictórico, me acababa de proponer,  a las siete de la tarde de ayer, en su libro: De visual Imagination,  que dejara de leerle, que abriera la web y buscara obras de Turner, Monet,  Armand Guillaumin, Kandinsky, etc. Ante cada cuadro  debería preguntarme: cuáles eran mis sentimientos, qué elementos constituían la masa visual, qué equilibrio había entre  sus componentes, cómo se ubicaban  en el enmarque, qué papel jugaba el color, cómo recorría mi ojo la pintura siguiendo las líneas y los contrastes, qué incluía y qué excluía el artista. Tras este examen,   debería preguntarme, a continuación, cómo utilizaría yo los parámetros de mi cámara: apertura del diafragma, velocidad de disparo, cantidad del ISO y tipo de objetivo, para conseguir la misma impresión. Preguntas y más preguntas.

Entre los pintores mencionado,s elegí a Armand Guillamin  porque no recordaba nada de él ni en el  Jeu de Pomme, ni en la Estación d’Orsay.

El primer cuadro que analicé se titula: “Escena rivereña”.  La sensación que me produce es de relajación: un atardecer, como el que los psicólogos aconsejan para los ejercicios de relajación. El sol de atardecer, a la espalda del pintor, inunda de luz caliente la escena, en la que destaca un  edificio, fábrica o almacén, de ladrillo o enlucido rojo.  Contra él se estrella también la primera mirada . Se estrella y la baja dirigiéndola hacia  las aguas del río,  mansas  y extendidas. Su tortuoso recorrido, de izquierda a derecha, arrastra también la atención. Siguiendo su cauce, aparecen, a la izquierda, un conjunto de chimeneas fabriles que arrojan  borbotones de humo negro, rojo y blanquecino, que acompañan la dirección del río. Te percatas, ahora,  de que hace un poco de brisa, sólo brisa que envuelve, acaricia. El humo y el agua transportan hacia las siluetas de casas e iglesias de la ciudad, allá, a lo lejos. Siguiendo la curva del río uno se tropieza con barcos veleros: lonas extendidas y cóncavas por la misma brisa que mueve el humo de las altas chimeneas. Los barcos veleros te indican que, un poco más cerca de ti, del pintor, hay dos pequeños botes pesqueros que forman contrapunto con  ellos; el equilibrio de los elementos elegidos, de que habla duChemin.  En los botes hay gente, siluetas, pescando. Dos en cada uno. La mirada se acelera descubriendo detalles que se suman a la sensación relajada: siguiendo el mismo ritmo visual que los veleros y los botes aparecen, en la orilla más cercana,  pescadores a caña. Unos, conversan sosegadamente, otro, contempla el atardecer al tiempo que aguanta su caña. Veleros, barcos y hombres, situados en diagonales paralelas, se equilibran. Te percatas de que una gran parte del cuadro, a la derecha del río, está cubierta de una mancha uniformemente verde-amarillenta de árboles. No te has dado cuenta porque se limitan a enmarcar el curso del río. Esa monotonía verde es rota por un sendero amarillento que, saliendo de la fábrica o almacén, serpenteando,  se hunde en la espesura. Cuando parece que ya no hay más que ver, y tu ojo también reposa, descubres lo esencial: la luz que lo impregna todo, que hincha el  espacio indefinido  que no cubre ninguna de las cosas mencionadas. Es cálida y enciende suavemente los reflejos del caserón, el  humo de las fábricas, las lonas de los veleros, las nubes, casi bruma, del cielo, los destellos blancos de las olas, la reluciente camisa de uno de  los pescadores.


Ahora te toca a ti. Imagínate allí, con tu cámara y tus objetivos. Sin duda, un gran angular, una ratio  de 4:3, una apertura moderada, quizás un f.8 sea la adecuada (habrá que probar), una velocidad baja para captar la brisa y el oleaje, por lo que necesito un trípode. Mejor hazlo con visión directa y observa el histograma para cubrir todo el rango luminoso. ¿Punto de vista bajo, normal o picado? Mejor un poco bajo, sin ser excesivo para que la silueta de las casas y campanarios no se oculten. No te contentes con una sola toma. Muévete, sube, baja la cámara, cambia de objetivo, prueba con una apertura mayor para que el fondo quede menos definido. Prueba, prueba,  prueba. Pegúntate: ¿qué pasaría si..? Una hora para fotografiar este lugar es poco, acaso necesites una tarde entera. Probablemente tengas que volver mañana porque, al  observar las tomas en el ordenador, te das cuenta de que se te pasó el mejor momento de  luz.

El segundo de los cuadros de Armand Guillaumin, que examiné, era un autorretrato. La iluminación…

-No, no. Todo esto son deberes que DuChemin me imponía a mí.

- Pero no me negarás que este es un bello hobby, en el que el tiempo se pasa “bellamente“- Vives el momento como si fuera eterno. A mí me recuerda el ensayo de Unamuno: “El perfecto pescador de caña”.

Estos afanes me traía yo ayer por la tarde cuando me despierta de ese estado  semi-hipnótico una llamada telefónica.

-Dígame?

-Si…, mire… ¿Es usted Don Eugenio Garrido Martín? Al otro lado hay una voz femenina, joven,  un poco atiplada, pero  agradable. La noto nerviosa, como quien tiene que dar un recado urgente

-Sí, qué desea.

- Le llamo de…  (La compañía de seguros de mi coche). (Va a recordarme que este mes tengo que pasarle la ITV).

-Sí, tengo mi coche asegurado con ustedes.  También estoy afiliado a su póliza de salud.

- ¡Ah! ¿Sí?...  Entonces, le puedo ofrecer otro producto.

-No suelo contratar servicios por teléfono. Cuando los necesito los busco.

-Pero, ¿no quiere escuchar lo que le puedo ofrecer?

Llegados a este punto, cada relativamente frecuente, suelo decirles: si no quiere perder su tiempo es  mejor que lo dejemos aquí.  Pero ayer no lo hice.

-¿Qué me propone?

-A ver, tiene usted más de 65 años?  (Sin duda notó que mi voz no era tan joven como la suya).

-Sí, muchos más. 78 años.

- Pues, puedo ofrecerle un seguro de decesos.

-¿Cómo?

- Pues, un seguro para cuando se muera. 

A través del auricular del teléfono oigo el  tecleo de alguna clase de aparato. Luego interpreté  que era  de una calculadora.

-Mire, le puedo ofrecer un seguro de decesos por  5.163 €. Pagados de una sola vez. Nosotros nos encargamos de todo. Usted no tiene que preocuparse de nada: funeraria, tanatorio, flores, crematorio…

-No, no me interesa.  Prefiero gastarme esos cinco mil euros en vida.

-Pero, insiste, imagínese que usted paga ahora  cinco mil euros, y  si se  muere, supongamos, dentro de 10 años, seguramente le costaría su entierro  unos 10.000. Se habría ahorrado cinco mil.

-No, no. Perdone. Prefiero disfrutar en vida  esos  cinco mil euros.

Mi imaginación, irónica, me escenifica levantándome del féretro y preguntándole a los enterradores: ¿Con IVA o sin IVA?

En un momento determinado me desubiqué  en parte, para que nadie me tratara como pasado; de alguna manera, muerto, cuando yo, en cambio, creía que tener por delante un tercio de mi vida. Ahora me plantan en las narices mi muerte, mi carencia de futuro.

No se trata  de negar la realidad. Cada año que cumples es uno menos que te queda. Pero eso es desde que te concibieron.  Me parece un disparate, una falta de tacto y un pésimo comportamiento psicológico el recordarle  a la gente que ha de morir. En su tiempo esto se utilizó como método de subyugación. Hoy, con demasiada frecuencia, es el ambiente que crean a las personas que consideran viejas.

 No, y no, y no. No es que se tema a la muerte, no se trata de eso.  Se trata de aprovechar cada uno de los momentos, regodearse en él, sentirse bien, experimentar que siempre tienes valor y hacer cosas dignas de valor. Es difícil zafarse de ese placaje del ambiente. Mientras mi entrenador, que soy yo mismo, diseña la jugada  de estrategia, seguiré con los retos que cada día ve va poniendo la fotografía: la cámara y el Photoshop.

-¡No te… fastidia! ¡Despertarme de mis contemplaciones artísticas para ahorrarme cinco mil euros  cuando, supongamos, me muera dentro de diez años!