De esto debe hacer ya cinco años. Alguien regaló a mi hija pequeña una orquídea blanca. Ella no podía cuidarla y, en una visita a su casa, me indicó si quería quedármela. Acepté la oferta.
A lo largo de mi vida he plantado y cuidado árboles y flores. Bastantes, por cierto. Nunca una orquídea. Para saber de qué me había encargado, busqué información y la estudié. Me enteré de que hay asociaciones y grupos que comparten sus experiencias "orquiáceas". También hay abonos para que florezcan mejor: lo compré y lo utilicé.
No había pasado una semana y sus flores, casi al unísono, palidecieron y se desprendieron del tallo. Para que vuelva a florecer mejor: ¿corto el tallo por arriba, por abajo o lo dejo sin podar?. Una lectura me convenció de que, si lo cortaba por abajo, el nuevo tallo sería más fuerte y florecería más abundantemente. Seguí regando mi orquídea blanca, más o menos, una vez por semana; según me lo indicaba la humedad de sus raíces. Antes de acostarme la repasaba por ver si, por alguna parte, apuntaba un brote nuevo. Sólo me mostró nuevas hojas y nuevas raíces: crecía en frondosidad y en arraigos.
Pasaron los mese y los años. Cada vez que aparecía un nuevo atisbo de crecimiento resurgía la esperanza de que fuera la deseada flor. Pero no, era una nueva raíz. Tantas que he aprendido a reconocerlas cuando apuntan como cabeza de lombriz verde y morada.
-¡Tírala a la basura!. ¡No volverá a florecer! ¡Es "machorra"! ¡Es egoísta!: sólo se cuida a sí misma!.
Estaba dispuesto a eliminarla. La tuve en la mano camino del cubo de basura, pero no ejecuté la acción. En el fondo no quería darme por vencido. Es duro reconocer la incapacidad, la auto-ineficacia.
Cansado, bueno, más que cansado, apático, decidí acudir a una floristería que había visto promocionarse como especialista en orquídeas.
-¿Está verde?.
- Sí, y echa hojas nuevas y muchas, infinidad de raíces, pero nada más.
Aquella mujer entrada en años, con voz profunda, aterciopelada, como el vino de gran reserva, me aseguró, convincente, mirándome a los ojos
- Florecerá.
La creí.
Para no recibir más reproches y no enfadarla (dicen que a las plantas hay que mimarlas y hablarles cariñosamente), la trasplanté a un recipiente mayor y me la llevé a mi estudio. Cada mañana, mientras el ordenador cargaba los archivos del sistema, sin desfallecer, la repasaba esperanzado. Pero, ¡nada!
Cansado de tanta espera, me compré otra orquídea fucsia, con cuatro varas florecidas. La coloqué en el lugar que ocupó la blanca. La orquídea fucsia terminó su floración en uno de sus tallos, los corte por la yema superior y brotó uno nuevo. Además echó un quinto tallo que también ha explotado. Cuando creía finalizada su floración, me regala dos más. A día de hoy puedo testificar que lleva florecida más de dieciséis meses. Eso sí: ni una hoja o raíz nueva. Es generosa.
El pasado septiembre, en una de mis inspecciones rutinarias, noté en mi orquídea blanca un bulto blanquecino en la conjunción de una de sus hojas con el tronco, era más romo y más brillante que el brotar de las raíces. Sí, lo confieso, me dio un pálpito de alegría. Me guardé el secreto, dado que muchas veces había anunciado en vano su nueva floración. A la mañana siguiente, como si quisiera sorprenderme en mi reconocimiento, esta vez, nada rutinario, me mostraba una yema nueva. Esperé aún dos o tres días. Ya estaba seguro.
-La Orquídea blanca va a florecer.
A mediados de diciembre apareció la primera flor. Volvió a ocupar su primer lugar desplazando a las advenediza. Fueron abriéndose, uno tras otro, cada uno de los botones. En marzo está tomada la imagen que presento. Merecía la pena: una panorámica de 11 tomas.
Si no hubiera tenido la paciencia, si la hubiera arrojado a la basura, si no hubiera creído a la experta, me hubiera privado de la alegría, la satisfacción y el orgullo de ver florecer a mi "Machorra".
- ¡Qué tentación!. Porque es un ejemplo de confiar en uno mismo.
Pero no, la moraleja de la fuerza de la autoeficacia la sacas tú.
viernes, 16 de junio de 2017
miércoles, 18 de noviembre de 2015
CINCO MIL EUROS PARA ENTERRARME
Después de tanto tiempo desaparecido, retorno a este blog. En mis pensamientos, incluso
intenciones, estaba presente. Con
seguridad, muy presente. De la contemplación de volver a escribir avanzaba
hacia la intención, (según la teoría de los estadios de la acción), no
terminaba, en cambio, de decidir el momento y el modo. Pero he experimentado lo
que Marllatt denominó AVE: abstinence violation effect. Me siento incómodo por no
escribir.
La fotografía, que
comenzó siendo un entretenimiento,
absorbe mis momentos de escritorio y me empuja hacia aventuras. Cada
noche me queda tarea para la siguiente
madrugada. Y, en ella, no están los temas del blog.
Últimamente me estoy encontrando con varios fotógrafos que, mediante sus cursos online,
me recuerdan lo que tantas veces leí,
investigué, escribí y enseñé, dentro de la teoría cognitivo social: no
desanimarse ante el fracaso, seguir y buscar nuevas salidas. Persistencia,
persistencia, corrección, corrección; no dejar de disparar y editar ninguno de
los día. Nunca conformarse con un resultado mediocre, y, si es bueno, siempre
puede mejorarse.
David duChemin,
fotógrafo norteamericano influenciado por el impresionismo pictórico, me
acababa de proponer, a las siete de la
tarde de ayer, en su libro: De visual
Imagination, que dejara de leerle, que
abriera la web y buscara obras de Turner, Monet, Armand Guillaumin, Kandinsky, etc. Ante cada
cuadro debería preguntarme: cuáles eran
mis sentimientos, qué elementos constituían la masa visual, qué equilibrio había
entre sus componentes, cómo se ubicaban en el enmarque, qué papel jugaba el color,
cómo recorría mi ojo la pintura siguiendo las líneas y los contrastes, qué
incluía y qué excluía el artista. Tras este examen, debería
preguntarme, a continuación, cómo utilizaría yo los parámetros de mi cámara:
apertura del diafragma, velocidad de disparo, cantidad del ISO y tipo de
objetivo, para conseguir la misma impresión. Preguntas y más preguntas.
Entre los pintores mencionado,s elegí a Armand Guillamin porque no
recordaba nada de él ni en el Jeu de Pomme, ni en la Estación d’Orsay.
El primer cuadro que analicé se titula: “Escena rivereña”. La sensación que me produce es de relajación:
un atardecer, como el que los psicólogos aconsejan para los ejercicios de
relajación. El sol de atardecer, a la espalda del pintor, inunda de luz
caliente la escena, en la que destaca un
edificio, fábrica o almacén, de ladrillo o enlucido rojo. Contra él
se estrella también la primera mirada . Se estrella y la baja
dirigiéndola hacia las aguas del río, mansas
y extendidas. Su tortuoso recorrido, de izquierda a derecha, arrastra
también la atención. Siguiendo su cauce, aparecen, a la izquierda, un
conjunto de chimeneas fabriles que arrojan borbotones de humo
negro, rojo y blanquecino, que acompañan la dirección del río. Te percatas,
ahora, de que hace un poco de brisa,
sólo brisa que envuelve, acaricia. El humo y el agua transportan hacia las
siluetas de casas e iglesias de la ciudad, allá, a lo lejos. Siguiendo la curva
del río uno se tropieza con barcos
veleros: lonas extendidas y cóncavas por la misma brisa que mueve el humo de
las altas chimeneas. Los barcos veleros te indican que, un poco más cerca de
ti, del pintor, hay dos pequeños botes pesqueros que forman contrapunto con ellos; el equilibrio de los elementos elegidos,
de que habla duChemin. En los botes hay gente, siluetas, pescando.
Dos en cada uno. La mirada se acelera descubriendo detalles que se suman a la
sensación relajada: siguiendo el mismo ritmo visual que los veleros y los botes
aparecen, en la orilla más cercana, pescadores
a caña. Unos, conversan sosegadamente, otro, contempla el atardecer al tiempo
que aguanta su caña. Veleros, barcos y hombres, situados en diagonales paralelas,
se equilibran. Te percatas de que una gran parte del cuadro, a la derecha del
río, está cubierta de una mancha uniformemente verde-amarillenta de árboles. No
te has dado cuenta porque se limitan a enmarcar el curso del río. Esa monotonía
verde es rota por un sendero amarillento que, saliendo de la fábrica o almacén,
serpenteando, se hunde en la espesura.
Cuando parece que ya no hay más que ver, y tu
ojo también reposa, descubres lo esencial: la luz que lo impregna todo, que
hincha el espacio indefinido que no cubre ninguna de las cosas mencionadas.
Es cálida y enciende suavemente los reflejos del caserón, el humo de las fábricas, las lonas de los
veleros, las nubes, casi bruma, del cielo, los destellos blancos de las olas,
la reluciente camisa de uno de los
pescadores.
Ahora te toca a ti. Imagínate allí, con tu cámara y tus
objetivos. Sin duda, un gran angular, una ratio
de 4:3, una apertura moderada, quizás un f.8 sea la adecuada (habrá que probar), una velocidad baja para
captar la brisa y el oleaje, por lo que necesito un trípode. Mejor hazlo con
visión directa y observa el histograma para cubrir todo el rango luminoso. ¿Punto
de vista bajo, normal o picado? Mejor un poco bajo, sin ser excesivo para que
la silueta de las casas y campanarios no se oculten. No te contentes con una sola toma.
Muévete, sube, baja la cámara, cambia de objetivo, prueba con una apertura
mayor para que el fondo quede menos definido. Prueba, prueba, prueba. Pegúntate: ¿qué pasaría si..? Una hora para
fotografiar este lugar es poco, acaso necesites una tarde entera. Probablemente
tengas que volver mañana porque, al
observar las tomas en el ordenador, te das cuenta de que se te pasó el
mejor momento de luz.
El segundo de los cuadros de Armand Guillaumin, que examiné,
era un autorretrato. La iluminación…
-No, no. Todo esto son
deberes que DuChemin me imponía a mí.
- Pero no me negarás
que este es un bello hobby, en el que el tiempo se pasa “bellamente“- Vives el
momento como si fuera eterno. A mí me recuerda el ensayo de Unamuno: “El
perfecto pescador de caña”.
Estos afanes me traía yo ayer por la tarde cuando me
despierta de ese estado semi-hipnótico una llamada telefónica.
-Dígame?
-Si…, mire… ¿Es usted Don Eugenio Garrido Martín? Al otro
lado hay una voz femenina, joven, un
poco atiplada, pero agradable. La noto
nerviosa, como quien tiene que dar un recado urgente
-Sí, qué desea.
- Le llamo de… (La
compañía de seguros de mi coche). (Va a recordarme que este mes tengo que pasarle
la ITV).
-Sí, tengo mi coche asegurado con ustedes. También estoy afiliado a su póliza de salud.
- ¡Ah! ¿Sí?... Entonces, le puedo ofrecer otro producto.
-No suelo contratar servicios por teléfono. Cuando los
necesito los busco.
-Pero, ¿no quiere escuchar lo que le puedo ofrecer?
Llegados a este punto, cada relativamente frecuente, suelo
decirles: si no quiere perder su tiempo es
mejor que lo dejemos aquí. Pero ayer
no lo hice.
-¿Qué me propone?
-A ver, tiene usted más de 65 años? (Sin duda notó que mi voz no era tan joven
como la suya).
-Sí, muchos más. 78 años.
- Pues, puedo ofrecerle un seguro de decesos.
-¿Cómo?
- Pues, un seguro para cuando se muera.
A través del auricular del teléfono oigo el tecleo de alguna clase de aparato. Luego interpreté
que era de una calculadora.
-Mire, le puedo ofrecer un seguro de decesos por 5.163 €. Pagados de una sola vez. Nosotros
nos encargamos de todo. Usted no tiene que preocuparse de nada: funeraria,
tanatorio, flores, crematorio…
-No, no me interesa.
Prefiero gastarme esos cinco mil euros en vida.
-Pero, insiste, imagínese que usted paga ahora cinco mil euros, y si se
muere, supongamos, dentro de 10 años, seguramente le costaría su
entierro unos 10.000. Se habría ahorrado
cinco mil.
-No, no. Perdone. Prefiero disfrutar en vida esos
cinco mil euros.
Mi imaginación, irónica, me escenifica levantándome del
féretro y preguntándole a los enterradores: ¿Con IVA o sin IVA?
En un momento determinado me desubiqué en parte, para que nadie me
tratara como pasado; de alguna manera, muerto, cuando yo, en cambio, creía que
tener por delante un tercio de mi vida. Ahora me plantan en las narices mi
muerte, mi carencia de futuro.
No se trata de negar
la realidad. Cada año que cumples es uno menos que te queda. Pero eso es desde
que te concibieron. Me parece un
disparate, una falta de tacto y un pésimo comportamiento psicológico el
recordarle a la gente que ha de morir.
En su tiempo esto se utilizó como método de subyugación. Hoy, con
demasiada frecuencia, es el ambiente que crean a las personas que consideran viejas.
No, y no, y no. No es
que se tema a la muerte, no se trata de eso.
Se trata de aprovechar cada uno de los momentos, regodearse en él,
sentirse bien, experimentar que siempre tienes valor y hacer cosas dignas de
valor. Es difícil zafarse de ese placaje del ambiente. Mientras mi entrenador, que soy yo mismo, diseña la jugada de estrategia, seguiré con los retos que cada día ve va poniendo la fotografía: la cámara y el Photoshop.
-¡No te… fastidia!
¡Despertarme de mis contemplaciones artísticas para ahorrarme cinco mil
euros cuando, supongamos, me muera
dentro de diez años!
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