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martes, 5 de febrero de 2019



PASAR O CRECER. ORQUIDEA BLANCA



Recuerdo los antiguos relojes de pared con su péndulo de metal  dorado, escoltado por dos péndulas uniformadas, guardaespaldas de metal y arena. El péndulo se balancea y arrulla al monótono  tic tac de la rueda catalina brincando a ritmo sobre cada uno de sus dientes acerados.

En la parte superior, la caja relicario que ampara la esfera blanca. Sobre la tersura de la esfera destacan, a su alrededor y equidistantes, números romanos y  rayas negras; la dividen en porciones variables  los radios de dos agujas negras.


En el reloj  de pared todo se coordina al ritmo de un compás de dos por dos. Al moverse el péndulo, el ancla libera uno de los dientes de la rueda catalina al tiempo  que impide el paso a su gemelo del lado opuesto. Este liberar y retener emite el peculiar tic tac, repetitivo, invariable, que define al reloj de péndulo. Como si ese traqueteo fuera la batuta de quien marca el compás, las agujas de la esfera juegan a la  rayuela brincando de marca en marca y de número en número.

En el reloj de pared, como en todos los relojes, los movimientos de agujas o números son los propios de un autómata, lo que es en realidad.


Al observar el minutero moverse  veloz sobre su eje, pudiera esperarse que tuviera un final, una meta donde parar. Acaso el punto que marca las doce ahí, recto, perpendicular. Al fin de cuentas, ahí acaba su vuelta completa a la esfera. Ahí comienza cuando lo ajustamos, ahí debería finalizar su rotación.
¿Qué razón existe para repetir el mismo movimiento una y mil veces sin mostrar novedad o cambio significativo? Pero no, para el reloj las doce no tiene significado especial alguno, no es su meta, si no un segundo, un minuto o una hora igual que lo son la dos o las once. Tras las doce vuelve la una, luego las dos, las tres; da igual que sea de día o de noche o que se sucedan las estaciones o los años.


El reloj padece un trastorno obsesivo compulsivo. Cuando cree haber superado su  obsesión al dejar atrás una raya o un número de la esfera, estos vuelven recurrentes al compás del tic tac que arrulla su cuna de madera. Es como el tormento chino de la gota de agua que bota regularmente sobre la cabeza hasta destruir el temple más resistente.


Los movimientos, las señales, los sonidos del reloj de pared solo miden el pasar del tiempo sin apercibirse de lo que sucede al su alrededor. Internamente, sólo envejecen siguiendo la ley de la entropía.



En el ser vivo, por el contrario, el paso del tiempo causa modificaciones internas, intrínsecas. Crecen y envejecen con el tiempo. En el ser humano, el tiempo y las circunstancias  modifican no sólo su apariencia física, sino también la misma personalidad. No se es introvertido o extrovertido siempre y en todo lugar.


La personalidad no es  la ” Forma” de la que hablaba Aristóteles. La que da sentido o significado a una pieza informe de mármol convirtiéndola en Venus o Lacoonte.


Se es  introvertido con unas personas y no con otras, en el comedor sí y  en la sala de estar no, como demostrara hace mucho tiempo Newcomb al estudiarla en las residencias universitarias.

Una palabra de un respetado entrenador, por ejemplo, puede empujar o arruinar las expectativas vitales del aspirante a campeón de tenis. Pueden generarle confianza en sí mismo, la percepción de que su esfuerzo tendrá resultados, o el abandono de la ilusión. El primero creerá en sí mismo y conseguirá sus metas. El segundo trancará ese camino a la esperanza.  Unas palabras creíbles, sólo unas palabras creíbles pueden convertirse en la podadera que amputa ramas, cierra caminos, desvanece esperanzas o permitir, incluso a la que parece más enclenque, crecer y florecer, esforzarse y alcanzar éxitos.


Esta orquídea blanca, mi orquídea blanca ha vuelto a florecer. No lo hizo durante cinco años, después de recibirla como regalo subrogado. Llegué a desesperar y visitó más de una vez el cubo de la basura. Pero cada una de esas veces me arrepentí. Una voz en la que confíe me aseveró: si está viva florecerá. Fue el hacha leñadora que deja viva a la rama más enclenque.


Esta orquídea blanca, mi orquídea blanca, es la cuarta vez que  me florece. En estos nueve años, ha crecido, la he trasplantado, ha echado hojas nuevas, anchas y brillantes, se ha arropado de raíces largas cual melena de rastas.


Mi orquídea blanca ha vuelto a florecer, pero sus flores blancas y sus dientes  de dragón amarillos no son el retorno obsesivo del segundero del reloj. No son las mismas flores, son otras,  nuevas, más  maduras, nacidas de brotes nuevos. Mientras los movimientos automáticos son pura repetición, mero pasar, los  momentos de los seres vivos, la mayoría de los seres vivos, arropan crecimiento y madurez.


La mayoría de los seres vivos, incluidas las personas, crecen en espirales ascendentes. Lo que no impide que algunas sean  como relojes de pared por las que pasa el tiempo sin que muden . Pasan, pero no crecen. Porque no es lo mismo pasar  que crecer, ambos necesiten tiempo.


Quien repase mis fotos, por ejemplo en tema último de este blog,  puede pensar erróneamente que esta orquídea blanca es copia de la del año pasado. Pero no es así. Ha nacido y crecido con el paso del tiempo. Doy fe de ello y esta foto es la evidencia.