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domingo, 29 de enero de 2012

LOS DESCENDIENTES: INTELIGENCIA EMOCIONAL



- Hoy me siento bien.

- A mí, ¿qué me importa?!

- Ayer por la tarde fui a ver Los descendientes de Alex Payne.

Pero debería sentirme mal, porque no encuentro las palabras con la que expresar esta agradable experiencia. Es más difícil transitar verbalmente por el mundo exterior que por el interior. Narrar una historia o escribir los términos de una hipótesis científica resulta más sencillo que bucear o surfear por los cambiantes estados emocionales.

Alex Payne, en Los Descendientes, en cambio, lo consigue, con la naturalidad de vivir y morir. Con la espontaneidad con la que se presentan los problemas dentro del normal transcurrir de los días. La narración de la historia, aparentemente, no tiene nada de heroico. No necesita efectos especiales. Sólo una cámara (excelente, por cierto) que siga los pasos y dé fe de los diálogos de los protagonistas.

Ese transcurrir espontáneo desvela la riqueza humana de sus personajes.

Pareciera que, al decir esto, estuviera poniendo la familia del descendiente como modelo. No. Simplemente como uno de los modos de convivencia familiar. El suyo. ¿Más universal de lo que las apariencias muestran?, quizás. Aunque cada una tenga su ADN.

Lo singular de Los descendientes es su sensibilidad y su ruptura de estereotipos. Comenzando por el de George Clooney, que interpreta un personaje fuera de sus registros anteriores. ¡Menudo regalo le ha hecho Alex!

Cuando todo parece que debe y va a estallar la descarga emocional provocada por cada descubrimiento: infidelidades matrimoniales y de amistad, drogadicción y compañías desaconsejables de los hijos, relaciones tensas con la familia política, avaricia de los herederos…, nada estalla. Todo se reconduce sin negar ninguno de los actos. ¿Asume cada uno su parte de culpa? Tampoco, esa hubiera sido una solución trillada, mojigata. La despedida final del marido es la moraleja de las fábulas y cuentos infantiles. Sólo que sin exteriorizar culpa, ni reproche, ni arrepentimiento, ni discurso moral alguno.

Alex muestra su intención en los primeros planos de la película, cuando, hablando del mundo paradisíaco (ejemplificado en los hermosos paisajes hawaianos), desfilan ante el visor únicamente personas menesterosas. Detrás de la felicidad hay siempre miseria y desgarro, parece ser el mensaje. Pero, si esta fura su intención, la traiciona luego en las secuencia de Los descendientes. Es más, la invierte: detrás de cada desgarro humano existe calidad moral.

Cada una de las reacciones es propia de cada personaje. Parecen contradictorias: plausible unas, execrables otras. ¿Cuáles definen a la persona? Si viéramos separadamente cada secuencia, extraeríamos conclusiones contradictorias de la misma persona. Cuando se visiona toda la película, se entiende que en el miso receptáculo mental y corporal coexiste la contradicción. Con naturalidad. Lo singular de Los descendientes es la llaneza con la que muestra esta cohabitación. Alex Payne expone la inteligencia emocional.

Desde perspectivas de la teoría cognitivo social, es un ejemplo de cómo la personalidad es una diversificándose en las contradictorias circunstancias que ofrece la vida.

Quienes se dediquen profesionalmente a la terapia de pareja o familia, pueden recomendar esta película como modelo a imitar: si ellos han podido, ¿por qué no voy a poder yo? Propone la teoría de la autoeficacia.

No es fácil conseguir ese equilibrio emocional en las situaciones que muestra la película. Faltan modelos. Los descendientes, de Alex Payne, suple esta carencia.

martes, 3 de enero de 2012

OBSERVADOS



La estación del tren de cercanías de Aravaca, vecina de donde vivo, conecta, sin trasbordos, con la de Chamartín. Así de fácil, el encargo de visitar la exposición “OBSERVADOS”, ubicada en el edificio de la FUNDACION CANAL, en la calle Mateo Inurria 2, es un paseo navideño. Esperaba encontrar, en el entorno de la Plaza de Castilla, algún músico en la calle, tema de mi próximo proyecto fotográfico.

Acabo, en este momento, de finalizar la visita con la sensación de haber perdido el tiempo en mis dos propósitos: poco que aprender en fotografía y ningún músico en la Plaza de Castilla.

El trayecto desde la estación de Chamartín al número 2 de la Calle Mateo Inurria, lo hice a pie. La calle Agustín de Foxá es accidentada y hasta sucia, comenzando por las traqueteantes escaleras mecánicas que la comunica con la estación. Ni siquiera carece de solar mal tapiado en el que depositar desperdicios.

Una tapia coronada con columnas de mampostería cerca el área donde se levanta el enorme redondel del depósito de aguas. No es fácil encontrar la entrada a la exposición en esta columnata de hormigón blanco. Una pequeña puerta, de una sola hoja, da acceso a un espacio ajardinado. Unos cuantos metros más adelante, dos puertas de cristal automatizadas dan paso a un hall anodino, como fondo de saco. Se está en el lugar de la exposición y no se indica hacia dónde dirigirse.

Una señorita, asoma su cabeza detrás de la pantalla de un ordenador. Saluda con una media sonrisa de compromiso y me indica que la exposición se halla bajando por la escalera que arranca a la derecha del hall insustancial. La chica se fija en mi cámara y se apresura a comunicarme: ¡las fotos están prohibidas! La advertencia llega tarde, porque en mi búsqueda por el acceso a la exposición me llamaron la atención las cuatro pantallas, observadas por nadie, que presidían el muro frente a las puertas de cristal y en las que se podía observar a los visitantes de los distintos recintos expositivos. Vi la ocasión para obtener mi toma de la visita: había cámaras que observaban a los visitantes sin que éstos se percatasen. Y en el anonimato del aquel hall con muro de madera, sin relieve, en el que se encajaban las cuatro pantallas, pensé captar en mi cámara a los observadores anónimos que grababan a visitantes inconscientes de ser observados mientras comentaban las fotografías de otros que fueron observados inconscientemente. Cámaras paralelas que, como espejos paralelos, multiplican la observación de los observados. Buena imagen para La máquina de la visión de Virilio.

-¿No le parece una contradicción prohibir fotografiar en una exposición donde todas las fotografías son robadas?, argumenté ante la prohibición de utilizar mi cámara.

-Son propiedad intelectual. Me respondió como el autómata al que le tocas el botón de expedición de respuestas.

Me pareció inadecuado continuar con la dialéctica de mi discurso. Ella volvió a esconder su cabeza de pelo liso y largo detrás de la pantalla del ordenador y yo busqué la estrecha, empinada y oscura escalera deacceso a los sótanos de la FUNDACIÓN CANAL.

Pocas fueron las imágenes que me interesaron técnica o artísticamente. Pero, ¿qué podía esperar de unos disparos rápidos caracterizados por el hurto de la intimidad? Hay excepciones: La mujer de rojo de Harry Callahan, los desnudos ante el espejo de Brassai o las mujeres argelinas de Marc Caranger. Pero estas fotos no corresponden al espíritu subrepticio de la exposición. Tampoco me pareció un robado la excelente toma de Bárbara Prost en la que el coche negro de un guardaespaldas, aparcado en la esquina de una calle donde resaltan las líneas blancas de cebra se ha compuesto con precisión milimétrica, un juego perfecto de contrastes. Esta fotografía y la mujer en rojo de Callahan, para mí, las mejores.

Probablemente el tema de la exposición no era fotográfico, sino psicológico. Desde este punto de vista la exposición sí es interesante. Me hubiera gustado tener acceso a muchas de estas imágenes durante mis años de docencia de psicología social. Y aquí no quisiera extenderme, porque cada una de ellas, o muchas de ellas, exigen todo un capítulo de psicología social. Me limito a alguna pincelada suelta.

La exposición debería contar con las fotografías originales realizadas por Philip Zimbardo y sus colaboradores a finales de los sesenta cuando investigó el comportamiento de las personas en situaciones de “desindividuación”: personas normales, familias completas, niños incluidos, desguazando y apropiándose de piezas de coches aparentemente abandonados. Sí, en situaciones de anonimato, cuando creemos no ser vistos, cuando no nos importa el juicio de los que nos observan o el de la propia conciencia, la gente ejecuta el mal. Pero la gente no son los demás, la gente somos todos los humanos. Y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, que diría el Evangelio.

No me han impactado las instantáneas que muestran acciones indignas. Mis publicaciones sobre los mecanismos de la desvinculación moral (aquellos que se utilizan para recalificar como moral lo que en otras circunstancias se enjuiciarían como crímenes vergonzantes), explican los vericuetos mentales que se utilizan para la reconducción moral de las acciones inhumanas. Por esta razón, las fotografías que los comisarios califican de espectaculares me han dejado indiferente. Lo que es terrible es saber que la mayoría de las personas, situadas en las mismas circunstancias, con grandísima probabilidad las clonaríamos. No me han impresionado las ridículas fotografías del comportamiento sexual pilladas por Joshiyuki en el parque, al contrario, me parece que el verdaderamente pillado es el fotógrafo. Tampoco la Electrocución de Ruth Snyder, que para que tuviera más dramatismo debiera no parecer una composición abstracta y tener el realismo, al menos, de las de Merry Alpen en Dirty Windows. Me impresionó más, como signo de la maldad humana, la excelente, nítida y fría fotografía de la sala de ejecución: su preparación minuciosa (cada elemento en su lugar) esperando al “siguiente”, con una luz amarillo difteria, es la expresión del principio de desvinculación moral que, por imperativos legales, utilizan todos los actores de las ejecuciones, desde los empleados de la limpieza, los carceleros, los notarios que dan fe, los comisarios del gobierno, hasta el médico que prepara e inyecta, eligiendo cuidadosamente la vena más propicia, para que la ejecución sea perfecta. Todos están “cumpliendo con la ley”. Ninguno es un asesino.

Volví a recordar todas las investigaciones sobre la difusión de responsabilidad en las fotografías de Weeger: ASESINATO EN HELL’S KITCHEN: personas asomadas a las ventanas de la calle mientras se está realizando un asesinato. Miradas curiosas, como quien estuviera observando los trucos de un prestidigitador o las evoluciones de una procesión de Semana Santa. Nada en sus caras indica que estén presenciando un asesinato. Son miradas de espectáculo. Ninguna de ellas se siente responsable ni siquiera de no levantar el teléfono y llamar a la policía. Un caso semejante, ocurrido en los años sesenta, dio lugar a interesantes investigaciones sobre el observador que no responde ante los crímenes o personas necesitadas con las que se topa en su acelerado caminar urbano. En 1970, dos autores que han pasado a la historia de la psicología social, describieron e investigaron en el laboratorio este fenómeno del comportamiento humano: B. Latané y J.M. Darley. The unresponsive bystander: Why doesn’t he help?. Ninguno de nosotros fuimos sujetos en aquellas investigaciones. Pero ninguno de los que participaron en ellas era distinto de los demás, tampoco de nosotros. Sí, hubiéramos hecho lo mismo, a no ser que, de alguna manera, nos hubieran hecho responsable individualmente de aquella situación.

No es el momento de repasar toda la psicología social que srezuma la exposición de ONSERVADOS. Los ejemplos que he puesto son suficientes para concluir que, de la misma manera que a los físicos, cuando les llaman la atención fenómenos inesperados de la naturaleza, desarrollan su ciencia para hallar explicaciones contrastables, la psicología experimental trata de dar respuestas a comportamientos como los representados en la exposición OBSERVADOS.

Una reflexión final. Se lee las en líneas de presentación escritas por los comisarios acerca de “instintos del ser humano… y señala alguno de los sentimientos más básicos del hombre, como la sensualidad, la violencia, la aniquilación, la delincuencia…” Pero cada una de estas fotos tiene firma de autor. Yo me pregunto: ¿no son precisamente esos instintos más bajos de los autores los que han producido estas imágenes? Es el fotógrafo el que participa de esos instintos que justifica bajo el mecanismo desvinculante moral de derecho a la información o profesión de fotográfico.

No todas las fotografías de la exposición tienen el mismo contenido vergonzante. Las hay heroicas, como las de los campos de concentración o las de Susan Maisela delatando la crueldad en Centroamérica. Existen estudios y testimonios que demuestran cómo la vivencia del peligro y del secreto salvó muchas vidas en los campos de concentración. Elisabeth Langer hizo en su día interesantes investigaciones sobre la necesidad del a privacidad y la identidad para la salud mental.

Y los que acudimos a observar esta exposición ¿somos cómplices de esos mismos instintos del ser humano?

- No, de manera alguna, somos simples espectadores.

- ¿Cómo los de Asesinato en Hell’s Kitchen?

Desde un punto de vista más técnico, la mayoría de las fotografías están enmarcadas en pequeñas cajas, buena iluminación individualizada. Lo más adecuado me pareció el lugar: los sótanos de un depósito de agua. ¿Puede haber mejor emplazamiento para una exposición sobre el robo de la intimidad que la clandestinidad e impunidad que recuerdan los vericuetos laberínticos de unos sótanos que recuerdan cloacas del inconsciente de una gran ciudad ajena a lo que sucede en su subsuelo?