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sábado, 10 de diciembre de 2011

GINNY BANDURA: NUNCA MÁS. PARA SIEMPRE.


Todavía no me he bajado de mi compromiso de escribir una tema mensual sobre temas bandurianos, por eso el de Noviembre me pesa en las espaldas. Especialmente este Noviembre

Un día por la mañana, desayunando, deriva la conversación hacia la necesidad de cambiar las ventanas de la casa por exigencias del ahorro y aprovechamiento de energía. Y de bienestar.
Se toma la decisión. Se contrata la reforma y se conviene el día del desmantelamiento, en el que aparecen dos cuadrillas de operarios con cajas de herramientas montadas en carretillas, hechas a su medida, extraen unas gigantescas ventosas, (van unidad de tres en tres con un mango agarrador central), que pegan de uno y otro lado en tus ventanas antiguas y, con facilidad, extraen tus correderas de sus carriles, las montan en una plataforma mecánica desapareciendo para siempre. Luego, con destornilladores, mazos y un poco de maña arrancan los marcos y rieles. Han convertido tu casa, en pocas horas en un fantasma de enormes ojos que te asustan allí donde apareces. Durante unos días tu intimidad se ha desnudado al frío, al ruido y a un incalculable número de botas grises que se mueven fuera de las posibilidades de tu control.

Al menos para mí, esta es la excusa por la que el tema de Noviembre aparece en Diciembre.

Este mes el tema no lo elijo yo, me viene dado por un inesperado correo de Bandura que se trascribe.

Dese l momento en el que lo recibí tuve claro que el tema de este mes se limitaría a compartir la noticia con quienes seguimos la obra de Albert Bandura. Y nada más. No quiero sumarme a la ceremonia de los entierros americanos (también introducidos ya en los españoles) en los que algunos de los asistentes comentan los recuerdos y las virtudes del finado.
En su día escribí sobre lo que creo que supuso Ginny en la vida y obra de Bandura. También de algunos recuerdos personales de las veces que coincidimos las dos parejas.

Tampoco quiero ponerme en la mente y sentimientos de Bandura porque serían los míos, no los suyos.

Me limitaré a repetir lo que he querido expresar en el encabezamiento: No quiero ni pensar lo que afecta que la persona con la que lo has compartido TODO, desaparezca de tu lado, no porque haya ido a hacer un recado, sino PARA SIEMPRE. El mundo de los dos ya sólo lo tienes tú. Sí, continúan los diálogos , pero son interiores, carecen de eco, tienen respuesta PROBABLE, SEGURA, pero no verificable.

A la vez, cundo se ha tenido un compañero con el que se han fundido más de 60 años de tu vida, debe quedar la serenidad al pensar que aquellos momentos ensamblados no los disociará nadie nunca: SON PARA SIEMPRE SOLAMENTE NUESTROS.



Albert u

November 7, 2011

Eugenio:

Ginny died peacefully on October 10th. I'm sending a note as an

attachment and the obituary as a link

Ginny died peacefully on October 10 just short of her 90th birthday. I will miss her deeply. I take comfort in the wonderful fulfilling life we had together for over 60 years.

Al


Virginia Belle Bandura
Dec. 6, 1921-Oct. 10, 2011
Stanford, California

Virginia Belle Bandura of Stanford, Calif., died peacefully on Oct. 10, 2011, at the age of 89.

Born in North Dakota, she was raised in rural South Dakota as the oldest of nine siblings. Ginny went to Washington, D.C. as a young woman during World War II to work in a military medical service office. She then earned her R.N. degree from the University of Iowa and was appointed as an Instructor in the School of Nursing.

While in Iowa she met Albert Bandura, and they married in 1952. In 1953 they moved to Stanford, where Albert joined the faculty of Psychology at Stanford University. Ginny continued working for several years as a nurse at the Palo Alto Hospital.

Ginny was a devoted wife and mother as well as a staunch advocate for environmental and social issues. She served as a Board member for the Peninsula Conservation Center for many years and as president of the League of Women Voters of Palo Alto for two terms. She cared deeply about social equality and the preservation of the Bay Area. Through these activities she developed a wide network of friends who knew and loved her.

Ginny was a talented photographer, gardener, cook and avid reader as well as traveler. She especially appreciated the local arts and music scene. She and her family spent countless hours enjoying California's natural beauty and culinary pleasures. Her keen interest in life and gentle sense of humor will be sorely missed. We take comfort in her wonderful legacy and the support and joy she brought to people's lives.

Virginia is survived by her husband Albert of Stanford; her two daughters, Mary Bandura of Olympia, Wash., and Carol Cowley of Boulder, Colo.; and two grandsons.

In lieu of flowers, donations in her memory may be made to the League of Women Voters of Palo Alto or to the Natural Resources Defense Council, New York, N.Y.

viernes, 28 de octubre de 2011

AXEL HÜTTE: RHEINGAU



- PPerdón, Señor, me he pasado de número.

- EEs el número 12 de la calle Doctor Fourquet, Galería Helga de Alvear

- Creía que me había dicho el 23.

El taxista mira su navegador y me contesta: “¡entonces, es este!”

Miro desconfiado a través de la ventanilla del taxi, pues nada indica que esté ante una galería de arte. Pregunto al taxista si está seguro de que la puerta de la calle ante la que baja la bandera del taxímetro es, de verdad, el número 12. Me lo asevera. Le creo. Me bajo y busco el número de la calle. La luz clara que ilumina una habitación amplia en la que, en torno a una mesa, charlan sonrientes unas señoras elegantes, alguna con fular al cuello que iluminaba su pelo plateado, es la evidencia de que aquella era la galería Helga de Alvear. Camino hacia las paredes blancas y las luces claras y me topo con un muro. Las luces procedían de una ventana, no de una puerta de entrada. Perplejo miro hacia los portales. Ninguno se diferencia de los demás. Tres o cuatro metros, calle abajo, está el portal más cercano al que se accede subiendo unas tres o cuatro escaleras. La atención selectiva me advierte de que en el interior de la escalera, en la pared izquierda y a la altura de los hombros, más o menos, un letrero grabado en placa metálica anuncia el nombre de la galería.

Había llegado sólo porque tenía el propósito de ver y juzgar la exposición de fotografías de paisaje de Axel Hútte, uno de los representantes del paisajismo fotográfico, procedente de la Escuela de los Beecher, en Düsseldorf. Por eso, es visita obligatoria para los alumnos de Fotografía III de la Facultad de Bellas Artes de la Complutense. La había encontrado sólo porque tenía el propósito de encontrarla. Ya resulta extraño que una Galería de Arte esté ubicada en callejuela tan poco transitada y oculta entre los demás portales grises de esa calle.

Las escaleras de acceso son de pizarroso gris, como gris desconchando es la pesada puerta de hierro por la que se accede, no a la galería, sino a una especie de hall amarillento donde uno se encuentra con la primera persona. Si fuera una finca normal, uno se dirigiría a él como si fuera el conserje al que preguntarle por el piso donde vive alguno de sus vecinos. Nada indica nada en aquella encrucijada de la que sale un pasillo a la derecha, dos pasos más hacia el interior arranca, también a la derecha, una escalera muy empinada que desemboca en una sala de exposiciones. Sólo pude ver el color tostado fuerte, casi granate, de un cuadro probablemente acrílico. Nada de fotografía. Al fondo de la encrucijada una gran puerta de cristal tras la que, al igual que en la habitación donde charlaban sonrientes las señoras trajeadas, se apreciaba una ambiente expositivo.

La secuencia de perplejidades me impidió ver el nombre y el lugar de la exposición, hasta el punto de tener que preguntar al aparente conserje por su ubicación. Aquella persona, más bien joven, aunque no demasiado, apartó su mirada de la pantalla del ordenador y apuntó hacia la puerta de cristal. Su gesto me pareció de desapegado, como pensando: ¿a qué has venido aquí, entonces? Debí notarlo, porque procuré salir de aquella embrollada situación recurriendo a mis olvidados conocimientos de alemán.

- Parece que ante este señor hay que quitarse el sombrero, mejor los sombreros.

Su gesto se convirtió en interrogación o admiración compasiva, la mueca que brota ante quien comunica algo incongruente y se evita ofenderle con el desprecio de la desatención.

-Hut, en alemán, significa sombrero, y Hütte es el plural, sobreros. Aclaré.

-¡Ah!, lo mismo que en inglés hat. Me respondió. No lo sabía. Mi recurso al alemán transformó su cara indiferente en sonrisa de interés. Quizá interpretó ahora mi despiste como de sabio apartado de la realidad entorno.

Pregunto al converso conserje por el catálogo y me entrega un folio. Nada de imágenes para el recuerdo, sólo seis párrafos plagados de trascendentes, estereotipadas y vaporosas palabras como las no menos vaporosas (en este caso con razón) utilizadas por los sumilleres. Siempre las mismas palabras en la misma secuencia “la visión del paisaje romántico, sublime o pintoresco… En este proyecto, Axel Hütte investiga ese proceso de creación, fijación y trasmisión de las imágenes y de creación de la memoria colectiva… presenta sus propias visiones de este mismo territorio en una defensa de la individualidad de la visión del mundo y la capacidad del sujeto de maravillarse ante el mundo.

-¿Has entendido qué significan estas palabras? Porque yo no he entendido nada que sirva a mi aprendizaje.

En Psicología, (la psicología que no se resuelve en palabrería subjetivo/interpretativa) estamos acostumbrados a plantear hipótesis, detallar los modos de proceder, el tipo de análisis realizado y los resultados. De esta manera cualquier estudioso de la conducta puede repetir y confirmar o descalificar los resultados. ¿Por qué no se hace esto mismo en las artes? Porque sí se enseña a pintar y disparar tomas fotográficas artísticas. De hecho ese el encargo que los alumnos de Fotografía III llevan a la exposición:” Interés que suscita el discurso de la fotografía, la realización, la técnica, etc. La presentación y el montaje de las fotos, el espacio expositivo en sí, disposición de las fotos en el espacio expositivo, la iluminación del espacio expositivo.

Con este esquema de análisis en mano y mente, traspaso finalmente la puerta de cristal que me abre a la luz y a la claridad. ¡Dos salas y cinco fotografías de enormes dimensiones! Eso es todo. Cinco porque en las dos cajas que presiden cada una de las salas Hütte presenta una especie de puzle de fotografías diversas, casi todas recuerdos turísticos de estos verdes valles del Rin, famosos por sus vinos afrutados, frescos y transparentes.

Al entrar en la sala hay que girarse a la derecha para ver las tres primeras cajas. La primera impresión es agradable. Un espacio amplio, bien iluminado con luz de día que recorre por el techo todo su perímetro. Las imágenes son formidables, como de dos metros de largo por uno y medio de alto. Parece adecuado que cada una ocupe toda una pared y que nada perturbe su observación. Así, solas, como si el resto del muro blanco fuera su paspartú. Pero no hallé ritmo entre ellas. Pidieran haberse intercambiado sin alterar la impresión general. En todo caso, acertada la colocación de la foto con fondo más claro en la pared del fondo de la sala, creando así mayor profundidad de campo.

No hay ritmo en la sala, tampoco impresión de algo excepcional. Ni el conjunto, ni cada una de las fotografías despierta admiración o interés especiales. Ahora, en mi recuerdo, tengo la impresión de haber sido recortadas en el laboratorio digital de imágenes de mayor tamaño. Con toda seguridad que esta impresión vino causada por mis altas expectativas de aprender de uno de los grandes fotógrafos del momento.

Nada de luces puntuales. Pero hay que mirar las cajas desde el centro, sin acercarse, porque la proximidad descubre reflejos de las luces cenitales en el cristal del estuche. Éste se reduce a un marco de madera pintada en negro, de unos tres centímetros de profundidad, en cuyo fondo está sujeto el papel de la fotografía. Así no distrae la contemplación estética. Un cerco blanco de unos cuatro centímetros bordea por igual los cuatro lados de la imagen. Esta igualdad resta volumen a la imagen.

Busqué el material al que se fijaba la fotografía, pero nada pude descubrir. Pregunté al supuesto conserje, que nada pudo responderme, salvo extrañarse de mi pregunta. Indagué mirando de trasluz los cantos del recuadro. Llegué a pensar que estaban montadas con paspartú, porque el lateral de una de ellas parecía redondeado. Pero nada de paspartú.

Examinadas de cerca me parecieron fotografías confusas, en ninguna de ellas descansa y se recrea la mirada, que persigue incesantemente una Gestalt en la maraña de ramas y troncos. La inestabilidad perceptiva produce inestabilidad en el sentimiento invitando a buscar otro lugar donde sosegarse.

A la falta de claridad en las formas, se añade, en algunas de ellas, especialmente las dos laterales de la primera sala y en la de la pared derecha de la segunda, una confusión de color, una presencia de cian o amarillo que emborronan el papel.

Acaso no deba predicar lo que he dicho de las cinco fotografías. La segunda de las salas en más pequeña que la primera. También las fotografías tienen menos dimensiones. Creo que en esta sala sólo había dos y no tres. Lo que es interesante. Al entrar, en la pared de frente, se presenta una fotografía de tonos altos que cautiva la mirada. Parece nebulosa, angelical, acaso ingenua. Invita a introducirse en las aguas tranquilas del primer plano y contemplar desde allí las siluetas de los árboles de la otra orilla. Esa, sólo esa, me parece extraordinaria y me gustaría que llevara mi firma.

- Eugenio, ¿qué tiene que ver todo esto con la teoría cognitivo social?

- No te hablaré del modelado, porque nadie es modelo de nadie. Sólo las conductas y las ejecuciones deben servir de modelo para generar autoeficacia personal.

Si a alguien que me conociera bien, incluso a mí mismo, nos hubieran preguntado hace años si yo estaba capacitado para hacer esta crítica, con certeza que ellos y yo mismo hubiéramos dicho que no. Recuerdo los experimentos de Gilovich demostrando que ni uno mismo ni los más cercanos pueden predecir la conducta, aunque se vaya a ejectar en contados instantes. Como se afirma en toda la psicología de este blog, sólo hace falta instalar en las personas la percepción l de autoeficacia personal para que su vida se transforme, a veces, radicalmente. Transformación que es posible hasta el último hálito.

lunes, 26 de septiembre de 2011

EL PEOR MALTRATO



Quedamos de vez en cuando para comer o cenar, con frecuencia para pasar juntos una tarde o una mañana entera. Los conserjes ya no llaman preguntando si les pueden dejar pasar porque les reconocen como nuestros nietos.

Los dos medianos han establecido su propia manera de abordar nuestra casa. El bloque en el que vivimos es el más alejado de la conserjería. Para alcanzarlo hay que caminar unos cien metros flanqueados de edificacios blancos de tan sólo tres alturas. Un camino central de placas de hormigón blanco, dividido en dos acerones separados por una franja de hierba siempre verde, miniatura de boulevard, les conduce hasta nosotros. Traspasada la puerta de la urbanización, retozan ante la atenta mirada de su madre. Se desafían en las carreras, saltan de la acera blanca a la alfombra verde, les detienen las flores que la estampan y se retan a ver quién llega primero bajando apresuradamente los escalones que dan al portal. Nosotros, desde el ventanal de dos metros y medio de largo que ilumina el salón, los hemos visto acercarse.

También hemos oído sus voces subiendo las escaleras por las que se asciende al segundo piso. De repente se hace el silencio. El siseo del ascensor se apaga ante nuestra puerta. La campana electrónica de doble tono nos reclama en el vestíbulo. Abrimos, pero sólo aparecen la madre, nuestra hija.

-¿Y los niños?

-No han venido, tienen un cumpleaños de un amigo

-¡Vaya! ¡Con la gana que tenemos de verlos!

-Pues no. Otro día será.

Cerramos la puerta e intercambiamos novedades. Suena de nuevo la campana electrónica. A veces ha pasado un buen rato, tanto que hemos llegado olvidarnos de que los niños están fuera, escondidos detrás de la barandilla de mampostería que conduce al tercero y último piso del bloque.

-¿Quién será? ¡Ya no esperamos a nadie!

Abrimos la puerta y aparecen alborotadores él y ella, forcejeando por ser el primero en besar a los abuelos. La tranquilidad, el orden y la serena rutina que abraza nuestra casa se liberarán por unas horas, para nuestro gozo.

-Abuelo, ¿nos vamos a tu despacho?

Para los dos el sitio de entretenimiento en mi casa es mi despacho. Siempre he sido muy niñero. Cuando tengo conmigo a un niño me convierto en charlatán y juguetón. Me transformo en perro o gato, camino a gatas, imito sus balbuceos o, a medida que crecen, juego con ellos a lo que a mí me gusta jugar, a lo que a mí me divierte. Y he descubierto que ellos también se recrean con los juegos de los mayores. El ambiente que habita el despacho de un catedrático de universidad es, para los niños, como para mí, el lugar donde habitan los duendes de sus cuentos. Los lomos manoseados, las carpetas de documentos que recorren las estanterías, la variedad de colores de los volúmenes desiguales que zigzaguean por los anaqueles, los montones de papeles sobre la mesa, escritos con pluma estilográfica que ellos no han manejado jamás, la torre del ordenador con la pantalla y la impresora, todo ya pasado de moda, teniendo en cuenta la pronta desaparición de los mismos, a la vez que las pluma digital que escribe y dibuja en la pantalla los mismo que se escribe y dibuja en el papel, pero con la particularidad de poder cambiarlos colores del trazo, les debe evocar y objetivar a los magos o sabios de los cuentos.

El problema no lo tienen ellos, lo tengo yo que debo buscar cómo introducirles en este mundo en el que se aprende algo cada día y cada momento pasa acrecentando las pericias.

Desde que estudiara uno de los artículos que más conformaron mi mente de aprendiz de psicólogo social: La mera presencia, de R.Zajnc (1968) me he esforzado por enseñar a crear ambientes dentro del hogar donde los niños se familiaricen con ramas de la cultura que de otra manera serían un aburrimiento. Crecer en un ambiente en el que de vez en cuando se escuche música clásica, en el que la lectura sea una costumbre, las visitas a museos y exposiciones citas obligadas de una ciudad, museos de la ciencia, planetarios, acuarios, conciertos, etc. La mera presencia, enseñó Zajón, genera querencia.

-No te pases, Eugenio.

-Ya me parecía que esto se me iba a entender mal. Yo no imparto clases de psicología ni de música, pintura o literatura a mis nietos. Sólo pequeñas pinceladas de vez en cuando.

-Qué rollo de tío debes ser.

-Es posible, pero para mis nietos mi despacho de catedrático es su sitio preferido en mi casa.

Me siento en mi sillón y cada uno de ellos en cada una de mis rodillas. Abro el ordenador y abro una página. A veces escribimos una carta a su mamá que luego le enviamos por correo electrónico, otras le dedicamos un dibujo, muchas otras retocamos una imagen, que imprimimos a continuación. Yo voy explicándoles cada uno de los movimientos que hago, para qué sirve y cuáles son sus efectos. Luego, cuando yo termino, lo normal es que se peleen por ser ellos los primeros en repetir lo que yo acabo de hacer. Y así se nos pasan las horas sin darnos cuenta, ni a ellos ni a mí.

-Abuelo, ¿nos vamos a tu despacho?, vuelven a repetir cada retorno y sin apenas habernos saludado. Los niños no se aburren aprendiendo, al contrario, se divierten y mucho. Con frecuencia, las cosas no le salen como esperaban o como me habían salido a mí. Yo aprovecho para comunicarles, a su manera, la psicología que he explicado en la clase: no importa, todo se puede aprender, sólo el que corrige sus errores es el que aprende y llega a saber mucho, lo importante es perseverar hasta que las cosas salen bien, pero no hay que conformarse hasta que salgan bien. Y mis nietos me preguntan en cada reencuentro -Abuelo, ¿nos vamos a tu despacho? Y cuando, en medio de esta actividad tan lúdica, tengo que abandonarles, se contrarían y me requieren para que retorne pronto.

Yo ahora me entretengo mucho con la fotografía, ya lo he dicho otras veces. Creo que a ellos también les debe entretener. Tengo disponibles las tres cámaras digitales que he utilizado en los últimos años, tres peldaños en los niveles de exigencia. He asignado las dos primeras a cada uno de ellos. La nieta, que es la mayor, lleva consigo su Canon Eos 400D, a veces salimos por la urbanización a hacer fotos. Al principio disparaba a todo lo que se movía, a cada flor del césped o de los arriates. Le voy explicando cosas de la luz, de por qué las fotos, a veces, salen blancas o negras, qué es la apertura del diafragma (como el tiempo que entra la luz por un agujerito que le enseño directamente en la cámara). Todo le interesa y me lo explica con sus propias palabras y gestos.

La primera vez que puse la Sony en las manos del más pequeño, cinco años recién cumplidos, no salimos al jardín, permanecimos en casa. Jugamos a fotografiar objetos del salón. Comenzó a fotografiarlo todo. Todo, todo. Después de un rato, lo subí a mis rodillas (yo sentado en el sillón de mi despacho) y fuimos viendo cada una de las imágenes. Con la misma paciencia con la que mi Profesor de Fotografía en la Facultad de Bellas Artes, le fui mostrando cómo algunas estaban torcidas, otras tenían objetos cortados, otras estaban quemadas y no se podían ver, otras tenían tantas cosas que no se podía saber qué es lo que había fotografiado.

-Si, de verdad, me había propuesto enseñarle una de las tareas más importantes y complejas de un fotógrafo: la composición de la escena.

Después de aquella lección, salimos los dos de nuevo a la caza de objetos. Le enseñaba cómo un objeto que aparece teniendo detrás una barra de una ventana quedaba feo y cómo, si lo centráramos entre los dos barrotes de la ventana, parecería que los estábamos colocando dentro de una cuadro, como los cuadros colgados en las paredes. Tras este nuevo intento volvimos a mi despacho, al misterioso despacho de catedrático. Lo volví a sentar en mis rodillas y examinamos cada una de las tomas. Ahora era él quien las juzgaba. Lo había entendido.

Habíamos pasado jugando a ser fotógrafos de verdad más de una hora. Había aprendido a enfocar y manejar el zoom para llenar la pantalla con el objeto que interesaba . A mí me pareció que aquello debía terminar.

-Abuelo, ¿puedo quedarme con la cámara y hacer más fotos?

-Si, hijo, todas las que quieras.

Estaba claro que aquel juego de mayores le había interesado, de manera especial desde que entendió que hacer fotografías no era sólo disparar, como había hecho otras veces. Lo dejé solo.

Se echó la correa al cuello, como yo le había indicado, para que la cámara no se golpeara. La cogió con las dos manos y volvió al salón. Le observé detenidamente. Un niño de apenas un metro de estatura, con la correa de la cámara colgándole hasta las rodillas, pantalón corto color caqui, camiseta semi camuflaje, sandalias abiertas frailera sujetadas sus trabillas con fieltro. Paseaba despacio, tranquilo, mirando detenidamente cada uno de los objetos como cazador que barrunta la pieza que no quiere asustar. Levantaba la cámara cogida con ambas manos, miraba en la pantalla, se movía hacia un lado u otro en pasos cortos, movía el zoom de la cámara para acercar o alejar el objeto y apretaba e botón de disparo. Luego observaba en el visor el resultado.
Seguía buscando y disparaba de nuevo. Ninguno de los disparos lo hizo de manera precipitada, tuvo la paciencia de mirar el objeto desde distintos ángulos de toma, de enmarcarlo en el entorno y disparar. Pensé que volvería a fotografiar los objetos que habíamos ensayado durante el aprendizaje, pero no, buscó objetos nuevos, composiciones distintas.

Pasado un rato se dio por satisfecho y quería que le viera lo que había hecho. Lo volví a sentar en mis rodillas, en el sillón de mi despacho, y vimos sus fotografías, las hechas por sí mismo, sin ayuda. Las tomas eran buenas. Una muestra es la jarra que encabeza este tema. Sus ojos redondos, sus dientes blancos, de leche, sus mejillas sonrosadas expresaban el disfrute, el goce, la satisfacción y la autoestima que sentía cada vez que le alababa alguna de sus tomas. Hasta su pelo pincho se erizaba.

A los niños les gusta jugar a las cosas serias a las que juegan los mayores. Y entienden que eso no se consigue sin esfuerzo y sin dedicación. Y están dispuestos a hacerlo para sentirse un poco más capaces ,más autoeficaces. La cara de satisfacción de mi nieto de apenas cinco años (si es que no tenía todavía 4) es un goce que no debe hurtarse a los niños. Quien les priva de tal placer los maltrata. Les inflige el mayor de los daños: no disfrutar de la superación personal.